Hay ciudades que son para el olvido,
pero la deslumbrante, la imposible,
lleva la eternidad en su agonía.
Sí, yo también la odié por sus postales
de góndola infernal, de enamorados
dándose de comer chatarra y flores
en el límite frágil de lo abyecto.
¡Así empezaron todos mis amores!
Confieso que también olí en sus aguas
la humanidad de urgentes casanovas,
putas, adolescentes imprecisos
y ancianos repugnantes.
¿Tan vergonzosas son las caracolas?
Demasiados colores contra el viento,
demasiadas palomas en la plaza,
demasiado Vivaldi en los violines,
demasiada belleza,
¡demasiada belleza!
Si una ciudad nació para ser acto,
escenario del acto y acto mismo,
si una ciudad nació para mirarse
amar sin convicción tras una máscara,
ésa es Venecia azul, la inconsumable,
la carnaval, la orgásmica, la onírica,
la encinta, la elegida por la muerte.
¿Es Venecia la muerte?
¿Tan hermosa es la muerte?
¿Tanto se espeja y mece un cementerio?
¿Son de piedra las rosas?
¿Se evapora el amor cuando naufraga?
Siempre está renaciendo La Fenice
de sus llamas piadosas.
Si el tiempo no tuviera un calendario,
viviría en Venecia,
subido a la terraza del Danieli,
oyendo las campanas de San Marco,
mirando hacia San Giorgio,
atravesando puentes encalados,
ruidoso y popular cabe los muelles,
gotoso, allá en los lánguidos aljibes,
aferrándose a todos los rincones del fuego,
pasmándose de paz en las plazuelas
satisfechas de sí, definitivas,
atento a algún lascivo bisbiseo,
soñando que fornica.
A esa ciudad le tengo prometida
una virilidad que no poseo.
Porque amarla jamás será bastante,
yo a Venecia no la amo, la deseo.