Un año sin Campmany

Un año sin Campmany

COMO si la existencia fuera espuma, hoy se cumple el primer aniversario de la muerte de un hombre de principios, de la muerte de un hombre con redaños. De uno de los más grandes periodistas, de un poeta vestido de diario. Campmany se llamaba, ya lo saben.
Ya sé que no es tan fácil olvidarlo. Y no habrá tarta, velas ni canciones en este desabrido «incumpleaños», ni gratitud, ni besos, ni alborozo, ni música, ni bromas, ni regalos, sino un calor de cera derramada, una llamita ardiente, un memorando, un luto medio oscuro y tembloroso, y una esposa camino del calvario. Unos hijos perplejos y muy solos, a la fuerza más hombres, más humanos, un susurro de amigos y parientes, allá en la humilde iglesia de mi barrio. Como estoy en Madrid, duermo en su alcoba. En esa alcoba donde no hace tanto silbaban por la noche como el viento, purpúreos como el bronquio del ocaso, sus pulmones de flor superviviente, de antiguo fumador, de ola de barro. Antes de dar mis sueños a su almohada, le rezo una oración a su retrato y rozo apenas su batín de seda, por si aún tuviera el eco de su tacto. Miro todas sus cosas que nos quedan y le pregunto dónde se las guardo.

Un año sin Campmany es mucho tiempo. Un año sin Campmany es un fracaso. Si no se hubiera muerto de improviso, si no se nos hubiera puesto en paro el bravo corazón con que latía en un preciso instante del pasado, ustedes nuevamente lo tendrían donde tantas mañanas lo buscaron, con su nombre de extraña ortografía, su calva de perfiles planetarios, el brillo de sus ojos diminutos y su prosa de encajes y bordados. Y su labia, su duende y su cadencia, y su coña zumbona de murciano. Con su ingenio vivaz les dejaría más alegres o un poco cabreados, pues no hay nada en la sana inteligencia que invite a no pensar o mueva al llanto. Ya le habría llamado a Zapatero acebuche,
adoquín, alma de cántaro, bucéfalo, bolonio, badulaque, jarocho, papirote o tiracantos. O algo más que en su nombre no me atrevo a escribir en corriente castellano. Y sospecho también que a «estos rogelios» que saben, por desgracia, dónde vamos, por no abusar del don del adjetivo, los tendría ya ha tiempo bautizados de testas de alcornoque, precipicios, invitados de piedra, puro caos, gentes de mucho fuego y poca lumbre, hiato de libertad, nube de cardo. Campmany, a los ignaros contumaces, a los cortos de aliento, o a los largos, a todos los plumíferos vendidos, a todos los plumillas paniaguados, a los filibusteros y arribistas, jueces de turno, próceres de trapo, montillas, maragales y roviras, a algún libertador de chicha y nabo, a los aquí-estoy- yo de pacotilla, a los anchos de manga, a los templados, bodoques, pisaverdes, boquirrubios, analfabetos y latiniparlos, les habría cantado las cuarenta, una vez en espadas y otra en bastos.

No aspiraba Campmany, con su verbo, a cambiar este mundo que nos damos. Demasiado, tal vez, lo conocía. Por algo fue también uno de tantos a los que nuestra guerra y nuestra Historia la infancia y el azúcar les robaron. Historia al parecer tan memorable, y tan hecha de buenos y de malos, que hoy el que la escuchara pensaría que no corrió la sangre en los dos bandos. Mi padre, por entonces, era un niño. Cumplió en el 36 los once años. Sus armas, un puñado de canicas. ¡Ya ven cuánta maldad! ¡Qué buen soldado! Once años no más, los suficientes para atar una mosca por el rabo y acordarse del hambre y los remiendos, y de aquellas lentejas con gusanos, y de un tiempo de puertas reventadas, y de adultos matándose a destajo. Bastantes para amar, después de todo, y aprender a vivir como los pájaros, arañándole al sol unas migajas del pan que nos prodiga con sus rayos. Y viviendo entre versos e infiernillos en uno de esos cuartos realquilados donde hasta los quinqués te los racionan, pero no hay quien apague a Garcilaso.

Hoy, que se cumple un año de su muerte, me asomo a su recuerdo y lo desato. Con agüita de miel y hierbabuena, le humedezco las sienes y los labios. Y le canto una nana rumorosa, un poco de Gardel, como de tango, como de cambalache y siglo veinte, como de no volver y adiós, muchacho, como de lirio o flor de la canela, no sé, como de luna o de caballo. Y le digo a mi viejo padrecito que habría dado mi vida por salvarlo, un trozo de mi carne por tenerlo, mi orgullo, por haberlo prolongado. Que Emilio nos consuela como un hombre. Que mi hermana Beatriz sigue llorando. Que mamá se ha quedado como un libro que no tuviera ya significado. Y yo no me lo quito de la frente, y lo llevo en el pecho, como a un santo.

Ahora que su sillón está vacío, ya no tiene sentido despertarlo porque juegue el Madrid o corra Alonso, porque marquen Morientes o Ronaldo. Ya no hay que programarle las comidas, ni llamar a Opinión a cada rato a preguntarle a Marisol o a Gema, o a Pato, si el artículo ha llegado. Ángela, la doctora, ya no tiene que venir por la tarde a visitarlo. Siguen llamando todos sus amigos, pero él ya no descuelga el aparato. Allí donde se encuentra sobra todo, lo mismo complacerlo que enojarlo, esconderle los dulces o decirle que esta vez no se lleve el coche al Lago. Qué pena, que no esté donde podría disfrutar del perfume del verano ahora que han empezado los Mundiales, y ese chico,
Nadal, sigue ganando. Ahora que toda voz parece poca para llamar siniestros a los pactos, ridículas, a algunas leyes nuevas, tildar a un Estatuto de insensato. Ahora que hasta su póstuma columna, esa «gente en la calle» de hace un año, ha vuelto a congregarse numerosa para mostrar su aplomo y su rechazo. Y decirle muy claro a Zapatero que de su zapatiesta estamos hartos.
Pero Jaime Campmany ya no vive. Hace un año que no lo disfrutamos. Me lo escucho decir y no lo creo. Me lo miro escribir sin aceptarlo. A veces, sin querer, me lo imagino sintiendo que su vida pega un salto, y viéndola, quizás, pasar deprisa, como en un proyector rebobinado, esperando el final más absoluto, no sé si con paciencia o con espanto, perdonando a los hombres sus ofensas y dando última cuenta de sus actos. A mí lo que me duele como un hierro es saber que pasó por ese trago. Eso sí que no sé cómo sufrirlo. Eso sí que yo a Dios se lo reclamo. Y si hay un cielo donde el alma vibra más allá de este cuerpo que habitamos, ese cielo le cuadra por derecho, porque en verdad fue un ser extraordinario. Porque era un hombre bueno como pocos, porque era inteligente y se hizo sabio, porque tuvo a raudales los amigos y ese algún enemigo necesario. Porque era generoso a manos llenas y no le vi jamás un gesto amargo, y porque se ha llevado al otro mundo tanto amor como en él nos ha dejado. Ya estará conversando con las musas. Seguro que ya es miembro numerario de la Academia mágica y celeste que corona las cimas del Parnaso. Ya estará con los ángeles más vivos, ya estará con Quevedo y con Gerardo, preguntando de nuevo a su maestro «qué es esto que tenemos en las manos». Y ya en la letra C de su apellido, ocupando su trono literario. Hoy, al cumplirse un año de su muerte, me van a permitir desenterrarlo. Los hombres no se mueren por completo mientras alguien se empeñe en recordarlos.
Búsquenlo en su memoria y en la mía, donde sigue su voz aleteando. Hoy pídanle a Campmany una sonrisa. Verán cómo él les hace ese milagro.


Laura Campmany