Me consta que hay quien piensa que, ya puestos a usar la tijera, lo primero que tendría que recortar ese sastre o desastre que tenemos por gobierno es su propia estructura. O sea, que la poda debería empezar por algún ministerio. Admito que el de igual da sería un buen candidato, porque no íbamos ni a enterarnos, pero no se confundan: en un país donde sobran los problemas, siempre hará falta alguna cartera donde guardarlos, algún alto cargo que cargue con ellos, algún secretario que los disimule y qué menos que un nombre: el nombre de la cosa.
Amin Maalouf, flamante Príncipe de Asturias de las Letras, proponía hace unos días la creación de un ministerio de la Coexistencia. La convivencia entre personas de distintas razas y religiones es una carta a un amor de lejos, y alguien tendrá que ponerle sello. Tampoco nos vendría mal, en estos tiempos de crisis, un ministerio de la Resignación. Por su parte, un ministerio de Incultura podría gestionar la ignorancia enciclopédica que atesora la muchachada, y un ministerio de la Relatividad nos ayudaría a adquirir una visión cósmica, o cómica, de la riqueza imponible.
Pero lo que realmente necesitamos en estos momentos es un ministerio del Mundial. Se encargaría, por ejemplo, de garantizar que no nos perdemos ni un solo encuentro, de fomentar el consumo de camisetas bermejas y otros “gadgets”, de repartir tapones a prueba de vuvuzelas y, ahora que al fin debutamos, de convertir las eventuales victorias en una especie de catarsis colectiva y hacer, de nuestro magnífico equipo, una “marca triunfal”. Unos lo llaman selección nacional y otros la roja, en entrañable recuerdo de viejas contiendas, pero al menos todos lo apoyan. Es lo que tiene salir al mundo. Me refiero al mundial.