Cuando se mueren ellos, porque también se mueren,
algo pasa en la calle, pero a nadie le importa.
Las cancelas rechinan, sollozan los portales,
los tejados embisten, se enfurecen las rosas.
Las farolas pregonan que murió el Gran Borracho,
ése que andaba siempre con el alma en la boca,
y los tilos del parque ya no saben qué hacerse,
si embriagarse de polen o arrancarse las hojas.
Algo pasa en la calle cuando se mueren ellos:
Nueva York se suicida y Granada se ahoga
porque Lorca está muerto y en el cielo se han visto
cuatro lirios de sangre. Lo mataron a Lorca.
¡Pobre Florencia! Cómo se queda de asustada
cuando Dante decide poner rumbo a la gloria
llevándose consigo su amor interminable
a Beatriz, que lo espera; al Arno, que lo añora.
Todos murieron, todos: los dulces Garcilasos,
los Manriques, los Lopes, los Quevedos, los Góngoras…
Otra Isabel aguarda, Polifemo recela,
que una hiedra la estreche, que un ninfa se esconda.
Los poetas se mueren como morimos todos,
con el recuerdo inútil y la esperanza rota,
pero dicen que pueden escribir versos tristes,
y en verdad son tan tristes, que las estrellas lloran.
Cuando muere un poeta no hay palabra que diga
todo lo que enmudece, todo lo que se borra.
Ido Rubén, ¿qué haremos con la siringa agreste?
Cuando Miguel estalla, cesan las amapolas.
Y Antonio, cuando Antonio, cansado de destierros,
se va como los hijos del mar, y no retorna,
algo pasa en la calle: los olmos languidecen,
Soria se deshabita, Guiomar se queda sola.
Con ellos se va el viento, la espuela, el malvavisco.
Tras ellos, el ocaso deja un rastro de sombra.
Ítaca la imposible se aleja para siempre,
y la casa se apaga, y el arpa se arrincona,
y sólo queda el ancla profunda de sus versos,
quién sabe si salvando a miles de personas…