Al poeta Gerardo Diego
Aún recuerdo, Gerardo, aquella tarde
en que yo, con mi falda de colegio,
tuve el valor de hacerle una visita.
Usted me recibió como en pijama,
no con pijama necesariamente,
pero sí en zapatillas escocesas
y un pantalón tan gris, que se borraba.
Le acababan de dar un premio ilustre,
de ésos que los periódicos recogen
en portada y en páginas centrales.
Yo tan sólo quería,
con la arrogancia de mis pocos años
y un principio de pose literaria,
que me firmara usted un libro suyo
(seguramente, alguna antología)
y seguir, por usted, con las vanguardias.
Yo me lo imaginaba a usted grandioso,
audaz, extravagante, desmedido,
con dedos largos y palabra intensa,
armado de bastón o de cachimba
(la ignorancia es así de impertinente),
y los ojos feroces e infinitos.
La mano me tembló mientras llamaba.
Y usted me abrió la puerta
con aspecto de niño jubilado,
con una voz entre cordial y frágil
– casi decepcionante -,
y un ligero rubor de desconcierto.
– ¿Qué querrá esta muchacha? – se diría.
Yo, balbuciendo, le expliqué quién era.
– Claro, si hablé ayer mismo con tu padre…
¿No eres tú la que va para escritora? –
Recuerdo que le di la enhorabuena
por el premio, tan justo y merecido,
y barrió usted el aire con la mano
queriéndome decir: eso no importa.
Luego me habló de su mujer, que estaba
en la peluquería.
Miraba usted el reloj, porque tardaba,
y añadió que la casa estaba fría,
y quiso averiguar si me gustaba
leer, y qué autores prefería.
Yo a mi vez pregunté: ¿por qué se escribe?
No sé cómo fingió no haberme oído,
pero de pronto vi que se sentía
sólo esposo y hermano, sólo amigo,
tan sólo profesor, hombre tan sólo.
Al menos, me firmó la antología
y tuvo la bondad de acompañarme,
con su pasito corto, hasta la puerta.
¡Que a ver si regresaba su señora!
Yo su actitud, Gerardo, aquella tarde
no la entendí, pero la entiendo ahora.