Los gatos… ¡Ah, los gatos!
¿Qué mundos sometieron?
¿Qué imperios gobernaron?
¿Dónde aprendieron a entornar los ojos
con la solemnidad de las persianas,
a convertir en templos los rincones,
a hacer de la arrogancia un atributo?
¿Qué extraña religión, qué logia extraña
fundaron en concilio clandestino?
¿Cuándo, con qué intención se conjuraron
para no combatir, siendo valientes,
para no claudicar, siendo cobardes,
para sacralizar lo innecesario?
Los gatos, con su estampa,
con su suave pezuña aterradora,
su refrescante hocico,
su avara lengua rosa
tan tibia y virginal, tan codiciable,
su orgánico bigote,
su ser polivalente,
lo dulce hecho colmillo,
lo blando hecho arañazo,
la terquedad más dócil,
la entrega menos firme,
la paz más inquietante.
Oh, los gatos dormidos como bola de nieve.
Como ovillo de lana, los gatos resumidos.
Qué hipnóticos, ritmados movimientos.
Qué saltos traman, cómo los perpetran.
A nada en sí renuncian:
se obstinan, luego alcanzan.
Oh, los gatos errantes, vagabundos,
en sus junglas de teja y uralita,
famélicos, raquíticos, lisiados,
con su paso cimbreño de borracho elegante,
y esa curiosidad agotadora,
y ese hurgar sin desdoro en la basura,
y esa fina garganta estrangulable,
y esa vivisección de su mirada,
cuando la oscuridad se perfecciona
y brilla su fanática pupila.
¿Qué secta, qué soberbia les ampara?
Oh, los gatos de alfombra y zapatilla,
los gatos de almohadón y porcelana,
orondos, perezosos,
sin otra profesión que sus amores
y un perverso talento
para imitar el llanto de los niños.
Noctívagos de abrigo reluciente,
sensibles, indolentes, perdularios,
exaltados, sutiles,
lunáticos, farsantes, forajidos,
indefensos, feroces,
tiernos, indiferentes,
sin un duro, jamás, en el bolsillo,
ni falta que les hace.
¡Ah, los gatos! ¡Los gatos!
Antes de suplicar se morirían.
Con tal de no ceder, lo pierden todo.
¡Qué seres arbitrarios!
¡Qué eléctricos, los gatos!
¡Qué ingrávidos, los gatos!
¡Cuánta contradicción, qué desmesura!
¡Qué miedo, qué verdad, qué yo, los gatos!