Las fresas

Las fresas

Estoy desesperada

por que vuelvan las fresas

a salpicar ese rincón sombrío

de mi humilde jardín

donde el viento del Norte las puso, no sé cuándo.

Ocurrió que al amparo de una piedra

que por inadvertencia o petulancia

se salvó del fragor de los escombros,

prosperó una ramita caprichosa,

un tallo retorcido,

que luego se enredó menudamente

hasta cubrir la piel de aquella losa

y crecer, y acabarla devorando.

Cuando estalló, total, la primavera,

le nacieron al verde unos botones

rugosos, blanquecinos, erizados,

que fueron en abril tomando cuerpo

y estuvieron a punto para mayo.

Resultó que eran fresas.

En el jardín, un vértigo de olores:

las prímulas, las lilas, la lavanda,

las hortensias rosadas, las azules,

los indisciplinados pensamientos,

las tercas margaritas,

la hierba capilar, recién cortada,

y las ociosas tardes infinitas…

Y de pronto, las fresas,

venidas de la nada,

avanzando hacia el porche con su aroma profundo,

convocando a los pájaros sedientos,

entrándote en las uñas por los ojos,

llameando sin tregua en las bandejas,

coronando la cima de las tartas,

y sellando el bostezo de los dientes

con sus breves pepitas insidiosas,

con su lacre redondo,

con su carne, tan blanca.

Tengo un hambre de fruta

de la que ni en otoño me repongo.

Que a veces, en invierno, me estremece,

y es un clamor cuando se acerca el tiempo

del amor, de la luz, de las promesas,

en que el mundo recobra su latido

y a mi oscuro jardín vuelven las fresas.


Laura Campmany