El hombre anuncio

El hombre anuncio

Me pasa, como al alcalde de Madrid, que me da pena, y casi vergüenza, que una persona tenga que ganarse la vida convirtiéndose, con esa tristeza que dan los disfraces y con la impavidez de un bocadillo, en un reclamo ambulante, en un mensaje ajeno casi siempre insolvente, o sea, en un hombre-anuncio. Si viviéramos en el mejor de los mundos posibles, ése no sería el más digno de los trabajos, y yo, sinceramente, como el irreductible Bartleby, «preferiría no hacerlo». Porque, si ustedes se fijan, supone una perversa inversión de papeles. En general, la publicidad se dirige a nosotros desde las paredes para ofrecer objetos tentadores. Pero aquí hay un hombre debajo, al que cuesta mirar a los ojos.

El problema, me temo, es que distamos todavía unos cuantos años luz de ese planeta ideal donde la dignidad sí tiene techo. Allí cada vecino tendría su propia casa, su derecho a lo hermoso de una noble tarea, su flujo, su ambición, su sueldo holgado. En ese paraíso, hasta la fecha sólo declarado, no habría locos, ni enfermos, ni mendigos, ni niños conviviendo con las ratas, ni dulces o saladas prostitutas. Por no haber, yo creo que no habría ni encuestadores pelmazos, ni vendedores de seguros a domicilio, ni esposas maltratadas, ni empleados alfombra, que haberlos, haylos. Y a lo mejor así caerían los días como soles de mayo, como frescos racimos, como ramos de rosas.

Si los ángeles fueran diligentes, y llegáramos a ese punto extraño en que la gente, toda, pudiera permitirse el lujo de ser alguien, entonces nuestra Historia habría finalizado. Y entonces sí que de Madrid al Cielo. Iba a quedarnos luego un inmenso vacío. No sé, la ciencia exacta, algún que otro deporte y eso que hacen los pueblos que carecen de río. Bueno, y una soberbia insoportable. Empezaría, el demonio, a vestirse de Prada. Si el mundo fuera justo, limpio, digno, agradable, y lo fuera en virtud de una ordenanza, se nos iba a quedar la boca abierta, como la del que espera la visita de un beso. Pero la gente vive como puede, y uno pone su orgullo donde toca. Todos vendemos algo, si es por eso.


Laura Campmany