Que no se me note mucho
que ya no puedo ni verlas,
que cada vez que me cruzo,
en hora mala, con ellas
en algún telediario,
en la calle o en las tiendas,
me da al instante un soponcio,
el pulso se me acelera,
me sube la adrenalina
y acabo echando las muelas.
Sin duda padezco el síndrome
de la maestra Ciruela.
…
Aunque hay que tener buen ojo,
es fácil reconocerlas:
en general, van vestidas
con una estudiada mezcla
de sobriété y de glamour,
que traducido a mi lengua,
viene a ser un compromiso
entre Putin y Banderas.
Su coté Vogue se les nota
en complementos y prendas,
y su coté Rottenmeyer,
en las broncas que te pegan.
Yo no sé cómo explicarles,
cuando me dan la monserga,
que terminé el bachiller,
que ya aprobé la carrera,
y que ya no tengo ganas
de regresar a la escuela.
…
De todas las que conozco
de esta plaga sin fronteras
que asola a la Humanidad
y ya amenaza pandemia,
la que me deja sin hambre,
la que dormir no me deja,
la que me tiene hasta el moño
es la vicepresidenta.
Como se llama María,
y aunque se llame Teresa,
se ha propuesto gobernarme
como si yo fuera lerda.
No contenta con contarnos
que Zapatero es la pera,
que sólo busca la paz,
que no negocia con ETA,
o sí que negocia, pero
lo hace porque hay una tregua,
o ya no hay tal tregua, pero
por él como si la hubiera,
nos mete unos rapapolvos
al PP y a quien se atreva
a expresar una objeción
o a emitir una reserva,
que en el aire saltan chispas
como si hubiera tormenta.
…
Yo cada vez que en la tele
nos echan a De la Vega
en un debate en las Cortes
o en una rueda de prensa,
corro a lavarme las manos,
bajo los pies de la mesa,
juró que no volveré
a abusar de su paciencia,
y le respondo sumisa:
«lo que usted diga, maestra».