Romance de la Narbona

Romance de la Narbona

Para entonar el ambiente
sin quedarme medio en bolas,
me parece que ya es tiempo,
me parece que ya es hora
de dedicarle un romance
a la ministra Narbona,
pues con todas las sandeces
que ha vertido esta señora,
puede llenarse un embalse,
recuperarse una flora,
y hasta encontrarse un motivo
para decirle tres cosas.

Si ustedes no han renunciado
a gestionar su memoria,
recordarán los incendios
que ya hace un año y mil coplas
nos dejaron a Galicia
más quemá que la Pantoja.
Dijo entonces la ministra
– ¿pero quién no se equivoca? –
que la culpa la tenían
los retenes Malasombra,
que por non falar galego,
– con lo fermoso que soa
e o fácil que é falalo
sen pasar pola Sorbona–
se quedaron en la calle
y repartieron estopa.
Como aquello no era cierto,
volvió al ataque la doña
y esta vez le echó la culpa,
con diplomática prosa,
a la falta de cultura
de las gentes de la zona.
Es lo que tiene ser lista
y disponer de un diploma:
que la gente de los pueblos
te parece gilipollas.

Pero es en Murcia y Valencia
donde sin duda la adoran,
porque de sus alcaciles,
berenjenas, alcachofas,
melocotones, naranjas,
«albercoques» y bajocas,
dijo que no están tan ricos
gracias al sol que los dora,
sino a las aguas fecales
que los maduran y aroman.
A los sufridos huertanos
también les dijo Narbona
que ella no es un grifo abierto,
ni vive en Villa Meona,
y del trasvase del Ebro
no van a ver una gota,
porque aunque el Delta se inunde
o reviente Zaragoza,
no es costumbre socialista,
sino de curas y monjas,
dar al que no tiene nada
lo que a su hermano le sobra.
Pues se le queman los montes,
se le sublevan las moscas,
las medusas le prosperan
y el agua se le desborda,
a esta plaga de ministra,
por no decir de langosta,
poco será compararla
con la Caja de Pandora.


Laura Campmany