Yo tenía un lugar tan ancho como el mundo donde siempre esperabas encontrar un pan nuevo, o una nota distinta, o una barra de incienso que te perfumara el corazón. Yo tenía una alegre, habitable, inmensa familia que te esperaba a este otro lado del mapa, donde humeaban las carnes con un suspiro de leña seca y donde los relojes, como los trenes, circulaban en dirección opuesta a la nostalgia. Oías, por la calle, el parloteo de los niños que jugaban a perderse, pero siempre volvían, o el entrechocar, en los bares, de los vasos henchidos, o la cháchara ociosa de algún orador inspirado, o el susurro de corcho de los ancianos en sus umbrales, o, simplemente, el rumor de tu casa.
También tenía mi pequeña familia adyacente. Tenía a mi tata Felisa, que se quedó, por culpa del Alzheimer, como una marioneta con los hilos cortados, y que en sus últimos años de vida, cuando la acariciabas, te salía con cualquier ocurrencia: que si hay que ver cómo llora ese chiquillo (pero si nadie llora), o qué calor hace (y nevaba), o qué querrá aquella monja (¿qué monja?), o dónde esta madre (tan lejana). A ella la muerte la sorprendió ya muy muerta. También estaba mi abuela, con su estigma de viuda inconsolable, su orgulloso pasado de modista a sí hecha, su bella caligrafía de princesa raptada, su genio de mil demonios, su amor a estarse en su sitio, su sonrisa picante, su afición a lo exótico (al sushi, al ajedrez o al Perú de Vargas Llosa), su horror al despropósito y su preciosa caja B, con la que tantas veces, a sus nietos, nos socorría. Mi abuela era de esas personas que saben mucho más de lo que dicen. Por eso, cuando la muerte vino a buscarla, ella, que aún estaba muy viva, sólo nos dijo «adiós». Porque la muerte, si no es eso, no es nada.
Y tenía también a mi padre. Ustedes, que le leían, que quizás lo trataron, saben lo amargo que se queda uno, y lo desnortado, y lo disminuido, cuando se muere un hombre de palabra. Si además esa palabra, sobre un ejemplo, edificó tu vida. Si ese hombre te amaba. Si a ese hombre lo amabas. Si tus principios nacieron de su tronco, y de él se alimentaron, y a su sombra florecieron. Si su carne, tan dulce, te servía de luna blanca en la noche, y sus recuerdos, de memoria, y su pasado, de origen. Si estás hecho, por la mitad, de lo que él era, y esa mitad sucumbe, entonces uno se queda como un náufrago, o como el rey de una isla desierta. A mi padre no le vi la muerte – será por eso que aún no me la creo -, y ahí enfrente le tengo, en su última fotografía, invitándome a su mesa profunda y al calor de sus brazos.
Aún me queda mi madre, con su voz de oro. Tan solícita y amorosa, tan frondosa y cromática, tan triste ahora, que dan ganas de ponerle un puente alado hacia el olvido, para que renazca de las cenizas del viento. Para que no le tome en cuenta a la vida sus disparos a ciegas, su traición sigilosa, su abominable costumbre de no detenerse ante el abismo. Me queda mucha madre, herida en el centro de su pecho, pero tibia y latiente como el pulmón de las rosas. Y me quedan mi hija tierna, que me traje de Oriente para salvarla y salvarme del fracaso, y el Vitorio, mi marido, que ha hecho un pacto con las águilas y no sabe ni mentir ni fallar, y mi hermana Beatrice, tan sutil, equilibrada, ecuánime y serena como un sol de mediodía, y mi hermano Emilio, que practica con infalible destreza el humor, el análisis, la velocidad y la elegancia.
Algo va mal en el mundo, cuando no hay quien halle lugar para la dicha. A mí me entran ganas de seguir emigrando, de irme otra vez y más lejos, pero ya no sé adónde. Mi instinto, tan dado a la fuga, aconseja repliegue. Cambien ustedes mis amados nombres por sus amados nombres y quizás coincidan conmigo en que a pesar de las modas, y aunque nadie dé un duro por ella, la “famiglia”, “quella vecchia signora», es lo único serio que nos pasa.