Lo que le pasa a este Real Madrid de mis flaquezas es que no es un equipo, sino un reparto. Tienen sus jugadores una falta de aliento contagiosa, como esos actores consagrados que siempre interpretan, con poca o ninguna convicción, el mismo personaje. Un deje en el regate, una tiesura escénica, una impuntualidad en el esfuerzo rayana en la soberbia. Y una reticencia no menos reprobable a fatigar los campos a pulmón abierto, o a compartir los músculos calientes, la tensión de una liga o el dolor de un tobillo. Como porcelanas que no quisieran romperse. Como nieves que no quisieran fundirse. Como lumbres que no quisieran arder. Como auténticas tomaduras de pelo. Cuando a un futbolista se le conoce antes por el tocado que por el toque, mal asunto.
Lo que les pierde a estos chicos es que se creen invulnerables y les ocurre lo mismo que a los cristales de unas gafas que tuve de pequeña, que llevaban la etiqueta de “irrompibles”. Como siempre he sido un poco numerera, me dediqué, en el patio del colegio y ante un público de curiosos cada vez más nutrido, a tirarlas al aire para verlas elevarse hacia el cielo y aterrizar intactas. Lo pasé muy bien, hasta que se hicieron añicos y se enteró mi madre. Y fue como en el chiste: papá preparado, prepárate tú. Se ve, como dirían en México, que jalé mucho la cuerda. Eso es lo que tiene la mala crianza, que aísla y confunde a las personas, que las hace autocomplacientes y arrogantes, y muy pagadas de su suerte, y no sé si decir que un poco bobas. No hay blandura más triste que la de los dioses de barro.
Yo era muy del Madrid en aquellos días del esplendor en la hierba, cuando la Quinta del Buitre poco menos que galopaba. Quizás por amor al Séptimo de Caballería, siempre me ha gustado el fútbol en tromba. Una señal apenas perceptible y se desataban no ya los cuatro, sino los cinco jinetes del Apocalipsis. Y era una gozada. No siempre había gol, pero había escaramuza, movimiento, belleza, sincronía. Lo contrario que ahora. Porque once virtuosos no bastan para bordar según qué partituras. Tienen los instrumentos que acordarse, y ceñirse cada cual a su nota, y conformarse con su trozo de música. Yo no entiendo mucho de fútbol, pero sí de armonía. Y me temo que aquí sobran solistas, y falta un Makelele.
Para mí que esto ya no lo arreglan ni un entrenador plenipotenciario, ni Valdano arbitrando a los árbitros, ni la Victoria de Beckham, ni otra serie de la Obregón, ni la fe de Butragueño en los entes superiores, ni el despecho de Ronaldo, ni el espíritu de Juanito montado en su Babieca, ni las reprimendas maternales de Raúl, ni los Zidanes ni los Pavones, ni las zancadillas de Salgado, ni el golpe de melena de Gutiérrez, ni Roberto ni Carlos, ni Florentino ni Pérez, ni su adiós a las armas. Esto ya no lo arregla ni Di Stéfano, con ese corazón tan ancho y tan «partío”.
Les confieso que, “pirsonalmente di pirsona”, estoy del fútbol sala hasta los mismísimos cántaros. Quiero volver a ver, sobre la arena verde del estadio, el juego claro de un Real Madrid que sea, como mínimo, real. Que se enfrente al suspense del tapete con menos ases en la manga y más sotas en la mano. Que lleve el escudo cosido al pecho. Que se organice mejor en las bandas que por bandos. Que salga a ganar, pero sepa perder. Que aunque vaya a perder, se empecine en ganar. Que no celebre los goles en la intimidad de un corrillo. Que cambie unas copas por otras. Que baje de las galaxias a habitar entre los hombres. Que nos deje, si puede, estupefactos. Que renuncie a las poses y se centre en los pases. Que luche como sabe. Que no sea pasto de los mercaderes ni refugio de los mercenarios. Que mande a Mefistófeles a hacer puñetas. Que simplemente recupere el alma, aunque sólo sea para ahorrarnos la vergüenza.