Ante notario

Ante notario

De todos los numeritos circenses a los que he asistido en mi vida, no hallo en la memoria, con excepción de su berlusconiano antecedente, ninguno tan ridículo como la vistosa iniciativa de Artur Mas de acudir a una notaría a firmar un “contrato con los catalanes”. En el que se obliga, por ejemplo, a suprimir el impuesto de sucesiones o a ayudar a los jóvenes en su difícil conquista de la movilidad inmobiliaria. No debe de tener este hombre mucha fe en sus promesas, o en el crédito que a otros puedan merecerle, cuando necesita que un fedatario público se las rubrique y selle ante las cámaras. Papel mojado, en todo caso. Si ni siquiera un pueblo puede forzar a un político a cumplir sus compromisos electorales – que como es sabido están hechos para engrosar la pulpa de los sueños -, imagínense ustedes con qué armas podrá hacerlo un sucinto funcionario.

El cual ha demostrado, con su actuación, quererse antes notorio que notario, ya que de otro modo habría debido explicarle al señor Mas que, pues su acta de manifestaciones carece por completo de consecuencias jurídicas, mejor acomodo encontraría en una simple declaración o, por aquello del viento, en la clásica hechura de un programa. Yo no sé a ustedes, pero a mí lo que está ocurriendo en Cataluña, los estertores de Maragall, el ni me quito ni me pongo de Montilla, la foto del Rovira afeitándose, como en los versos de Pere Quart, ante un espejo (“i el mirall el decapita”), y esta última «boutade» publicitaria de la derecha nacionalista me suenan a chiste de Eugenio: ¿saben aquél que CIU?

Sin duda, la obligación más sorprendente del contrato es la de no pactar con el PP de ninguna manera, por ninguna razón y bajo ninguna circunstancia. Vamos, que pase lo que pase, aunque estalle una guerra mundial, o nos invadan los marcianos, o se declare una epidemia de gripe española, o ERC amenace con proclamar la república independiente de Castelfa, o Joan Gaspart se haga del Betis, o Rubianes se apunte a un cursillo de cante jondo, resulta que en el caso probable de ganar las elecciones por mayoría simple, el señor Mas no pedirá el apoyo del PP. Pero no porque no pueda obtenerlo, sino porque lo “plus” es rechazarlo.

O más bien porque aislar al PP o, mejor aún, ser su enemigo, boicotear su discurso, despreciar sus argumentos, atacar a sus líderes, atribuirle, por acción u omisión, la responsabilidad de nuestra sociedad de problemas (que va camino de ser la de naciones), y convertirlo en el pimpampum de todas las ferias es la mejor manera, en esta España desmontable que hemos decidido regalarle a nuestros hijos, de hacerse un hueco al sol que más calienta. Insultar al PP se ha convertido en el deporte nacional, a la espera de que nos lo declaren olímpico. Me consta que hay quien se alegra. Lo que no entiendo es por qué.

La democracia, como sabe hasta el gato, es un sistema imperfecto, pero tiene de bueno que los demás son peores. A lo visto, es el único medio de que un país cuyos ciudadanos tienen distintas maneras de entender la vida, y distintas preferencias de gobierno, pueda darse el que elija la mayoría sin menoscabo de los derechos de todos, y siempre con la perspectiva de un posible recambio. Debiera inquietarnos no poco que una formación en el poder ande tan empecinada en destruir su más razonable alternativa. Y debiera igualmente preocuparnos que un partido democrático decida a priori, y como quien hace un voto de castidad, negarle a otro partido hasta el saludo. Se llame Juan o se llame Pepe. Que guste o repugne, representa a diez millones de personas. Demasiadas, sospecho, para convertirlas en polvo, aunque sea por joder y ante notario.


Laura Campmany