La cruz y la luna

La cruz y la luna

Vengo de Granada, de remontar sus empinadas cuestas y de hacer fonda en el Albaicín, frente a una Alhambra traspasada de lunas. Vengo de degustar el crujiente alarido de la pastela, el sabor a confite de las berenjenas con miel y el jarabe de fuego de un té a la menta. Tamborileaba, a lo lejos, el gorgoteo del agua, y caía la noche sobre la blanca colina insurrecta, con su aroma de nieve y su espuma de estrellas. Se recortaba a dos pasos la silueta de una mezquita, y casi podía rastrearse el paso mullido de unas babuchas. No había oído, al desmayarse el día, la llamada del muecín a la oración, ni me había cruzado por las calles con mujeres afanosas y ocultas, ni con hombres ociosos y humeantes, ni con vendedores de todo lo habido y por haber. Tiempo al tiempo.

El único defecto de algunas culturas hermosas, con sus mil y un cuentos y sus mil y una razones – supongo – para ser como son, con su nostalgia de flores punzantes, o acequias feraces, o jardines dormidos, con su consigna de no darse nunca por acabadas, con su absoluta avidez de futuro, es que no son la nuestra. Y yo no sé a ustedes, pero a mí me costaría la vida tener que traérmelas al alma en forma de túnica o aljófar, ceremonia o costumbre, celosía o alfombra, si no es por exotismo o fantasía. No se me antoja deseable verme obligada a ceder mi asiento a los hombres en los autobuses, quitarle la mitad de su peso a mi palabra o aceptar que se me humille, golpee o esconda. Nosotros ya pagamos nuestro diezmo de sangre para redimir a Eva de sus miembros de nácar y su ninguna culpa.

El problema no es que haya distintas culturas, cada una en su casa y Dios en la de todos, sino que empiecen a mezclarse como el agua y el aceite: sin fundirse ni soportarse. El problema comienza cuando al extraño templo que domina sin pasado tu horizonte bajan como ríos unos encapuchados que no te miran, que te ignoran, que te apartan. Cuando el pescadero de la esquina, mientras cuchillo en mano le sonríe a tu hija, te recuerda que en su país hay cientos de inocentes como ella que mueren a diario bajo el peso de las bombas o las cifras. O cuando el empleado de correos, al sellar una carta que estás enviando a Madrid un fatídico once de marzo, te pregunta por tus muertos y no responde a tu pena, porque sus propios muertos – te dice – convierten a los tuyos en una exigua y legítima “vendetta”.

El rostro más fiero del Islam, olvidado de sus muchos saberes y consejos, nos ha declarado la guerra. Compadezco a quienes ni siquiera lo presienten. A quienes todavía creen que todo puede arreglarse con unos acordes de laúd o unos cuantos permisos de residencia. A quienes piensan que la Cruz y la Media Luna, rojas o no, son los trazos caprichosos de un mismo pincel compasivo. Ni en eso, ni en socorrer a los pobres, hemos conseguido acompasarnos. Ni en la sed ni en el hambre. Ni en el rencor ni en la esperanza. Ni en el origen ni en el destino del hombre. Sólo en matar somos iguales. A lo que venga después, al Paraíso, también entraremos por distintas puertas.

“Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado”, que diría mi admirado Ferlosio. Yo a los dioses los veo en pie de guerra, y más feroces que nunca. Ignoro de qué mano partió la primera piedra, pero ya no hay quien devuelva el pudor a las espadas. Para que este duelo no tenga marcha atrás, lo mismo sirve una caricatura que una disculpa. Y a Europa no le van quedando muchas alternativas: o claudica, o se defiende. Convendría que fuera pensando en lo segundo. Siquiera para que no nos borre la Historia, ese juez sin escrúpulos que nunca perdona a los cobardes.


Laura Campmany