He pasado en Murcia la Semana Santa y las Fiestas de Primavera. No lo he hecho en calidad de turista, sino con la convicción, casi con la fatalidad, de quien año tras año se reencuentra por estas fechas con sus orígenes. Tengo por allí dos plazas que de tarde en tarde, cuando desemboco en ellas, me recuerdan lo poco que cunden los hombres y lo mucho que duran los apellidos. Y conservo, ya sin fuentes o placas, muchos sobresaltos, muchos rincones donde se me para el reloj y se me curva la conciencia, y un universo de primos y tíos a los que me parezco en lo redondo de la cara, o en las entradas de la frente, o en el amor a las letras, o en el habla inconclusa y diminutiva, y hasta creo que en una especie de destino transeúnte y solemne. Comparto con ellos un secreto muy hondo que empieza donde echan flores los naranjos y termina donde dan sombra los cipreses.
Por Pascua, siempre que puedo me vengo a Murcia. Barroca, como ella, hasta la médula, encuentro en las manifestaciones colectivas de cualquier tipo, de la fe o del folclore, lo que nunca he conseguido hallar en mí misma. Está claro que pertenezco al mundo, porque sólo tiemblo en mis citas plurales, mi sueño sólo es vida en el teatro, los corderos sólo me saben a carne pura cuando bendicen una mesa muy larga, y la emoción, la verdadera, la vibrante y sin mordazas, sólo me abre las compuertas del llanto cuando estalla al unísono en un pueblo de voces. Yo hasta consigo creer en Dios cuando en una iglesia abarrotada de almas suena el “Ave María” de Schubert, o cuando en los conciertos se apagan las luces y prendo mi mechero ingenuo y trasnochado para cantar “Imagine”, o cuando asisto al insondable misterio del alborozo humano, o cuando me visto de nazarena para convertirme en liturgia, o de huertana para empequeñecerme como una miga de pan y darme como una lágrima de vino.
En Murcia, que es donde yo comulgo con la fe, desde hace unos pocos años las mujeres ya podemos ser mayordomas de una cofradía. La mía es la de Viernes Santo, o la de las tallas de Salzillo, o la de las túnicas moradas, o la que despide a Nuestro Padre Jesús, cuando se recoge en su Iglesia, con un silencio que no cabe en la plaza, y que se va transmitiendo de hombre a hombre como un Mar Rojo que se abriera, y que te deja la carne esplendorosa, redimida, y ya de puro ardiente, arrebolada. Ésa que, una vez terminada la procesión, te devuelve a casa con el caperuz en el cetro, el buche consunto y los pies doloridos, entre pisando la furiosa luz del día y esquirlas de caramelos.
Como también es en Murcia donde comulgo con la esperanza, ahí me tienen de nuevo, el martes de Pascua, ataviada de huertana para sumarme a la primera fiesta de primavera, que es la del Bando. Y sí, me hice el moño, me coloqué las medias de repizco, me calcé las esparteñas, me ajusté el refajo de flores bordadas, me embutí como pude en el corpiño, me eché la mantilla al hombro y me fui de jarana a las barracas, a hartarme de zarangollo, bonito en salazón, habicas tiernas y vino de Jumilla. Lo de hartarme es un decir, porque yo de los manjares de la vega nunca me harto. Y de nuevo se me pusieron las mejillas coloradas como un tomate. Ya ven lo fácil que es pasar en mi tierra de una gloria a otra gloria. Allí las dos van unidas, como hermanas de sangre. ¿Sabiduría mediterránea? ¿Siglos de desembarcos griegos, fenicios, cartagineses y romanos? A Murcia, para el trabajo y la alegría, la levantan los hombros de la huerta y un ramo prieto de corazones. También los que se fueron, pero nunca del todo. Y es curioso el destino. Que a una tierra tan fértil, alegre, generosa, dorada y abierta como la mía sólo le falte, para no ahogarse, “el abrazo del agua”.