Navegando por la red, me topé el otro día con uno de esos nuevos artilugios, tan propios de nuestro tiempo, que te dejan a medio camino entre la risa boba y la sangre granizada. Los llaman “vudúcratas”. Parece ser que el invento es mexicano. Son figuras humanas de papel, como aquellas muñecas recortables de nuestra infancia, con un somero cuerpo de persona y la efigie de los distintos políticos, a gusto del resentido comprador. Los venden con un juego de alfileres para que uno pueda entretenerse practicando el vudú con el burócrata que más le reviente. Seguramente porque responde, esta vez sí, a una necesidad social, el jueguecito está causando furor al otro lado del charco. No he podido evitar imaginármelo en versión autóctona.
Les confieso que el producto ha llamado a mi puerta en un momento especialmente propicio. Por no perder la costumbre de tenerles al tanto de mis peripecias, les contaré que en unos días viajaré en avión a España con mi hija de tres años. Cargaré con una pesada maleta y un bolsón atiborrado de cachivaches playeros. Si no me lo estorba alguna huelga entrañable, aterrizaré en un aeropuerto de la costa que prefiero no mencionar (mejor no dar pistas) y allí tendré que tomar un taxi que cubra los bastantes kilómetros que aún me separarán de mi destino. El taxista que se apiade de nosotras me explicará que tendría que haber cargado también con una sillita en regla (con su sistema homologado de anclaje, su nula posibilidad de plegarse y su muy gravosa corporeidad material). Yo le contaré que, como comprenderá, no hay manera humana de viajar con un trasto semejante, que con mi loca bajita y el equipaje ya tengo suficiente, y entonces él me responderá que de acuerdo, pero que, si nos para la policía, la multa, sanción, pena de cárcel o lo que se tercie caerá exclusivamente sobre mis espaldas. Y le diré que bueno, que qué le vamos a hacer. Sí que tengo una alternativa, y es la de no volver a mi país de vacaciones.
No la descarto. Entre las historias de terror de la Terminal 4, el acoso a los fumadores, el carné por puntos y otras normativas de muy reciente cuño y siniestras resonancias, nuestra mutante nación de naciones se está convirtiendo en un embudo infernal, de boca ancha y fondo estrecho. Yo preferiría tocar fondo de golpe. Que nos prohíban taxativamente fumar, beber alcohol, comer grasa, cultivar la inteligencia, gestionar la memoria y, naturalmente, disentir de las muy nobles decisiones del aparato. Que el que se salga de esta foto sea condenado al linchamiento o al abucheo. Que nos digan a las claras que eso de la libertad es un lujo excesivo para un gobierno de saldo.
Y ahora pónganse ustedes la mano en el corazón y díganme si, aunque sea de pensamiento y con propósito de enmienda, no sucumbirían a la tentación de adquirir un “vudúcrata” y seguir las instrucciones. Nada, lo que se dice un inocente desahogo. Un tirón muscular por aquí, un orzuelo por allá, una mala digestión por acullá… Lo justo para que nuestros “electos” se acuerden de vez en cuando de que son humanos – algo que los césares, ya saben, tienden a olvidar – y de que, cuando ponemos en sus manos la administración del Estado, no les estamos dando carta blanca, ni una bula papal, ni derecho a gobernar nuestras haciendas y nuestras vidas a su antojo. Con que medren a nuestra costa ya es suficiente. Yo hasta estaría dispuesta a pagarles un plus de inactividad legislativa con tal de que me garantizaran que, una vez instalados en sus cargos, van a dedicarse a disfrutar de la vida. A dormir la siesta, a practicar la vela o a tomarse unas cañas. A lo mejor nos daban un respiro, y ellos se ahorraban los dolores del parto.