En el nombre del Padre

En el nombre del Padre

Si no estuviera tan cansada. Si no estuviera tan definitivamente cansada de leer, bajo las letras más góticas – en ese florilegio de los libros donde más de un millón de escaramuzas caben en un atónito bostezo -, toda la muerte, toda la insolencia de las hogueras redentoras (con sus juicios sumarios), toda esa presunción alambicada de razas elegidas, de limpiezas de sangre, de nombres inventados para invocar a gritos, como si no cupiera en el silencio, la mirada de Dios, sentaría una flor en una silla, apagaría el viento huracanado, pediría prestado un mar de oídos, y sólo cantaría. El cielo en el que creo se uniría a mis cánticos.

Si no estuviera ya tan convencida de lo inútil de algunos argumentos, lo absurdo de entender a los malvados, pedirle compasión a los verdugos o alumbrar las alcobas de los muertos. Si pudiera siquiera preguntarle a un profeta qué guarda de nosotros el desastre futuro. Si yo pudiera entrar en los sermones de los atardeceres infinitos y hacer, de cada frase, una alfombra de encuentros. Si pudiera decir con más doctrina, no desde mi balcón, sino hacia el mundo, que ser hijo de Dios es un milagro demasiado perfecto para no ser de todos. Que amar, que es la cordura del valiente, y herir, que es la locura del cobarde, son los únicos pasos que al destino le importan, y uno carga con ellos para siempre a la espalda. Si no fuera imposible que me oyeran los sordos, pondría una oración quizás menos vacía en medio de este infame pasadizo del miedo.

Y diría, señores radicales del orbe, fabricantes de polvo, salvadores de nada, que Dios está en cualquiera de los muchos caminos que desde cualquier parte conducen a su casa. Que si somos distintos, también nos hizo iguales, a su múltiple imagen y a su fiel semejanza, y dudo que esperase de nosotros la ofrenda de sufrir, o doler, o estallar por su causa. Porque en nombre del hombre muy bien pueden los hombres alzar con sus verdades cárceles de ignorancia, pero en nombre de un Dios nadie tiene derecho a callar una boca o a empuñar una espada. En su nombre sagrado no se cortan las manos, no se sacan los ojos, no se jura venganza. No se ofrecen a Marte los despojos de un niño. No se inmolan doncellas bajo el cóndor que pasa. No se clava en dos palos la hermosura de un cristo. No se queman herejes en lo azul de la plaza. Ni se quita a los sabios el honor y la vida por decir que la Tierra, pese a todo, giraba.

Nadie puede, en su nombre, colocar una bomba ni en la esquina de un túnel ni en la pluma de un ala, ni tapar lo espantoso de cualquier sufrimiento, ni ignorar la sirena de la pobre ambulancia, ni quemar una iglesia, ni matar a una monja “con un golpe de oreja” o un martillo de rabia, ni salir a la calle a decir que te alegras de que al fin se derrumben esas torres tan altas. Por placer, por humor, por rencor, lo que sea: nuestra sed de absoluto, nuestra mínima talla siempre han dado por fruto una mezcla imposible de ideales sublimes y pasiones muy bajas. Pero al menos tengamos el respeto del hijo: en el nombre del Padre no se azota a la hermana, no se esquilma a los pueblos, no se entrenan suicidas, no se violan conciencias, no se redactan “fatwas”, no se compran silencios con dólares podridos, ni se manchan los viernes con insultos a un Papa.

En el nombre del Padre se socorre al hermano, se perdona la ofensa, se corrigen las faltas, se le enciende una vela o una barra de incienso al sagrado misterio que nos late en el alma, y se dejan los odios en la cámara oscura donde Dios ya no es cierto, ni las guerras son santas, y se lucha tan sólo por un tiempo más dulce en que paz y justicia, libertad y esperanza signifiquen lo mismo en La Meca y en Roma, y nos suenen a todos a divinas palabras.


Laura Campmany