Ni don Juan lo sospechaba, ni Abenámar lo sabía, que tan lejos de Granada tales prodigios habría. Que donde ruge el León y se termina Castilla, viniera un varón al mundo capaz de tales alquimias. Por no parecerse al Cid, que por Rodrigo atendía (y tuvo el muy poco tacto de hacerse una Reconquista), lo del Rodríguez le estorba, lo del Rodríguez se quita, y se queda en Zapatero el héroe de esta película. Hasta que en plena campaña (¡si será cosmopolita!), prefiere, a nombre tan vasto, la brevedad de una sigla.
Presiento que aunque se esconda detrás de zetas que pitan, por más derechos que otorgue, por más talante que exhiba, por más veces que se inmole a la causa tripartita, se empeñe en una alianza en la que nadie confía, y aprecie tanto a los simios y a las bandas terroristas, las entrañas de este santo no orinan agua bendita. Y va a la chita callando, supuestamente sin ira, no ya torciendo la Historia, sino hasta el suelo que pisa: se pasa al Rey por el arco que con sus piernas fabrica, a la República invoca, los fantasmas resucita y, porque nadie se olvide de lo que ya no es noticia, nos echa en cara a nosotros los lutos de su familia, como si nuestros abuelos se hubieran muerto de risa.
A mí me deja sin habla, a mí me da mucha envidia ver cómo este Zapatero jamás pierde la sonrisa. Con tal bondad nos gobierna, tanto la paz preconiza – ora pactando con ETA, ora con Carod-Rovira -, que no sé qué ocurrirá cuando por fin se decida a escuchar a los que sólo reclaman ley y justicia. Pero nunca hay que pedirle a un zapatero con prisas que antes de hacerte el zapato te tome bien la medida. ¿No votamos una España entre furiosa y cautiva? Pues la España que nos dieren la tendremos merecida. Una España delirante, una España equilibrista donde te casas sin casa, donde sin sueldo cotizas, donde si fumas te tienes que dar de baja en la vida, y antes condenan los jueces al que aparca en doble fila que al que mata a un semejante, pero sólo por política; donde a cientos de mujeres no hay cuota que las redima, donde los niños no aprenden ni cuentas ni ortografía, donde ya nadie se atreve a hablarles de disciplina, y como los dioses “rallan”, que no les falten pastillas; y donde a poco que arraiguen las zapateras premisas, en lugar de una nación, tendremos cuarenta fincas con un himno, una bandera, y una lengua en cada esquina. “Reinos de Taifas» llamaban a esta moderna estulticia.
Lo malo de este zapato no es lo poco que camina, sino lo mucho que aguantan, algunos pies, sus heridas. Y lo poco que protestan los pardillos que creían que las Cartas, si son Magnas, para cambiarse, precisan algo más, en el Congreso, que una simple mayoría. Somos muchos españoles, millones, dicen las cifras (perdón por lo de españoles, mejor diré «estepaisistas”), los que amamos nuestra tierra desde Cádiz a Guernica, y estamos en Barcelona igual de bien que en Sevilla, por más que algunos se empeñen en hacerlas enemigas. Aunque también esto tiene su vertiente positiva. Yo por lo pronto, señores, con esta profesión mía que de las lenguas se nutre y en ellas se justifica, voy a apuntarme a unos cursos de las hablas de Galicia, de canario y extremeño, de eusquera y de pamplonica, del catalán de Gerona, del que se escucha en Ibiza, del andaluz de las ocho provincias de Andalucía, del castellano de Burgos o del que suena en Melilla, sin olvidar el pasiego ni el panocho de mi prima, y dedicándole al bable todas las horas de un día. Ya ven que a poco que estudie, terminaré siendo rica.
¡Qué futuro tan dichoso! ¡Qué excitante perspectiva, la de mirarse el ombligo como una tribu mandinga! Pero no se me entusiasmen, ni tampoco se me aflijan, que acaso este Zapatero tenga mañas escondidas y sepa poner remiendos donde boquetes había cuando el Estado peligre, aquí ya no haya quien viva y vuelva de nuevo España por los rumbos que solía, con diez cañones por banda y, como siempre, partida.