Hace tiempo, cuando llegué a Bruselas, tuve la fantasía de crear una asociación de mujeres. Ni necesariamente feministas, ni forzosamente tradicionales. De izquierdas o de derechas. Negras, blancas o amarillas. Tan hermosas como Sofía Loren a sus setenta y un años, tan feas como Bette Davis en su divina juventud o tan corrientes como yo misma en cualquiera de mis edades. Lo único que nos uniría sería la conciencia de nosotras mismas, la comprensión de nuestro pasado, el conocimiento de nuestro presente y las ganas de cambiar el futuro. Una especie de hermandad que, desde el aire libre que algunas respiramos, rescatara a las que todavía se consumen en la estrechez de la cueva milenaria. Pensé llamarla “Club de femmes”.
Un club para la dignidad y el respeto, pero también para el trabajo y la constancia. Para que las mujeres que se entierran en vida bajo un “burka”, o residen al otro lado de unos visillos, o hurtan sus melenas de seda a los ojos del sol y a la boca del viento, puedan lanzar un grito más hondo que el abismo, y empezar a conversar con las flores. Para que millones de muchachas prisioneras de su propia dulzura no alimenten el festín, o la pira, de los machos cabríos. Y ya no las elija un rey de barro en una danza de juncos. Ni las exporten como un alijo de nácar. Ni las vendan como un muslo de pato. Ni las cieguen, atrofien, persigan, aborten, exploten, torturen, maldigan, azoten, desprecien, mutilen, derramen en el mar de la infamia.
En lo que va de año, ya han muerto en España cincuenta y cinco mujeres a manos de sus parejas. En Irán, seis “adúlteras” aguardan en sus celdas el momento de perecer lapidadas. En Londres, las pacientes que lo soliciten pueden pasar al quirófano, y transitar por la convalecencia, envueltas en un púdico sudario. ¿De qué somos culpables? ¿Por qué algunos hombres, en lo más indigesto de su propia desdicha, sólo hallan la fuerza que necesitan para aplastarnos? ¿Seguimos siendo un bocado que llevarse a la ingle, una ensenada para la tormenta, una pared para la ira? Esos héroes que golpean a sus esposas, ¿qué creerán que golpean, sino el espejo de su propia impotencia? Y si ellas no los abandonan, es porque el odio se parece tanto al amor que ambos se confunden en un único vómito. Porque no hay quien salga del paraíso sin saberse perdido, y hay todavía demasiadas princesas soñando con dos brazos azules.
No sé por qué la llaman violencia de género, que es tanto como llamar violencia de número a la que padece un individuo atacado por varios. Aquí no estamos hablando de palabras, sino de personas, y las personas no somos declinables. Lo que sufren algunas mujeres en sus cuerpos y en sus almas es una vulgar agresión, muy poco rosa y casi siempre mortal. Que además los agresores sean sus maridos, vivan bajo su mismo techo y duerman en su misma cama sólo los hace doblemente execrables. Un moderno Alighieri habría reservado un “girone” profundo de su Infierno para estos pecadores abusivos. A mí me bastaría, para dormir tranquila, con verlos muy a tiempo entre barrotes. Porque en cada paliza, en cada humillación, en cada amenaza que recibe una mujer inocente, me siento apaleada, insultada, vencida. A veces, como las niñas que fingen enamorarse de sus secuestradores, no es que perdonemos lo imperdonable, es que no tenemos un hacha.
Solas. Solas si no hay más remedio. Solas para romper las últimas cadenas. Para hacernos justicia, o burlar el cerco, o curarnos esa fiebre que a nadie le importa, o escapar de los burdeles, o amamantar a los hijos, o arrancarnos los siete velos que nos nublan la razón, o imitar a los pájaros, o inventar una nueva biografía. A veces con los hombres, cuando nos tienden la mano, y otras veces sin ellos. Pero juntas nosotras, y valientes. Como vertiendo acero en nuestro ombligo, ese vaso de luna que cantaran los reyes.