En este artículo me quito la montera, y le dedico la faena al tendido. Como quiero lidiarla con aplomo, empezaré por confesarles que lo mío, mi vocación, nunca ha sido el periodismo. Decía Quevedo, y glosó mi padre en uno de sus poemarios de juventud, que «lo fugitivo permanece», pero yo nací no sé si trascendente o petulante, y siempre me ha gustado escribir para las hojas que el otoño, ese símbolo de la precariedad de la vida, no arrastra en su implacable remolino. A mí se me confunde el tiempo con la nada. A mí, cada vez que quiero expresar una opinión, se me enzarzan las ideas y se me desdoblan los personajes. A lo mejor es que soy tan exhaustiva, o tan dada al fulgor de las esferas, o simplemente tan estúpida, que lo que digo me gusta decirlo para siempre.
Yo hasta ahora sólo había cultivado la poesía, y digamos que flirteado con el teatro. Cuando me ofreció el ABC colaborar en sus páginas – tan reciente, todavía, la increíble ausencia de quien había habitado en ellas durante décadas con un orgullo sólo equiparable a la humildad -, el mundo, mi propio mundo, se me vino encima en forma de apellido. En forma de apellido y nostalgia. En forma de apellido y pudor. Con el rostro de una foto blanquinegra que me buscaba y yo buscaba por el mundo. Con la voz de un tenor que me faltaba, que ya no fatigaba el escenario para arrancarse a sí mismo el do de pecho, y al público un aplauso, y que ya nunca me esperaría ni en Oslo ni en Estambul, ni dondequiera que las olas me arrastrasen. Érase una vez una música, y aquí es donde sonaba.
Se cumplió, como ven, la profecía romana de don Eugenio Montes: “Campmany, hace usted mal en ser republicano. Mire, si viene la República, a usted y a mí nos cortarán la cabeza. Y si viene la Monarquía, usted y yo escribiremos en el ABC”. Como vino la monarquía, y con ella la libertad, y con ella esa segunda libertad que le debemos y hay quien no le acredita, Jaime Campmany se topó muy a tiempo con Guillermo Luca de Tena y disfrutó, por arte del buen tropiezo, de casi treinta años de decir lo que quiso como quiso, y de morir con la cabeza en su sitio, con la conciencia tranquila, con la frente muy alta y acaso, a partes iguales, con el profundo enojo y el inmenso alivio de ya no verse atado a más columnas.
Las que escribió para ustedes se cuentan tan por miles, y le salieron tan redondas, que no exagero si digo que el ABC fue su auténtica casa, y la tierra donde creció su mejor trigo. Donde por idéntico milagro florecieron antes que él otros ilustres periodistas, como Camba, Azorín, Ramiro de Maeztu, González Ruano, Pemán o Mariano de Cavia, y donde echaron sus redes, para apresar la espuma de los días, escritores como Blasco Ibáñez, Sánchez Mazas o el maestro Cela. Todo un señor periódico que también presume, con la elegancia de los hechos, de dar cabida a prosas menos granadas, valga la mía, y con todas mostrarse hospitalario.
De forma, señores, que aquí me tienen, entre libérrima y a su servicio, resuelta a jugarme la cintura en cada frase que, un poco a mi pesar y un mucho a mi placer, lanzo cada sábado al olvido. Mi padre siempre me decía que escribiera, que escribiera más y mejor, que no me cansara, que no me rindiera, que siguiera escribiendo. A veces, entre los pliegues de la tinta, me parece vislumbrar la sonrisa del Campmany fetén, del Campmany genial y ya mudo, y es como si un trasluz nos ensartara. Nadie los oye, pero estallan los relámpagos. La mejor herencia de un hombre son sus amigos. Créanme que no ignoro el porqué de esta cita, a la que toda el alma me convoca. Y es un honor fatal e inesperado, brutal y generoso, que os debo y que me debo. Por terminar con otra profecía,/ no sé si lo merezco, pero sé/ muy bien lo que mi padre me diría:/ “nenica, ¿no ves que eres hija mía?/ Tú, de escribir, lo harás en ABC.”