Me aburre el simbolismo en el teatro. Casi diría que me ofende. Como el de aquella obra que vi hace tiempo en Bruselas en que al final, para hacer más patente la decadencia, la banalidad, la descomposición moral de la clase burguesa – que ya el texto denunciaba sin rodeos -, los actores derramaban el contenido de unas latas de cerveza sobre un escenario inclinado que, a modo de reflejo, lo trasladaba en viscosos regueros hasta el mismísimo proscenio, y de ahí hasta los espectadores de las primeras filas. No sé cuántas burbujas derrocharía el director en esta original “mise en scène”. Yo nunca he pagado tanto, y recibido tan poco, por mancharme de espuma los zapatos.
En el “Idomeneo” de Mozart, los hombres se rebelan contra el dios del mar, y sólo por amor salen airosos. Pero en la versión de Neuenfels, que es la que iba a estrenarse en Berlín el día 5 de noviembre, ese triunfo sobre una deidad pagana y concreta se materializa, extrapolándose, en la aparición en escena de todo un póquer de ases: las cabezas cortadas de Poseidón, Jesús, Buda y Mahoma. Por si alguien ignorara, me imagino, que los dioses de hogaño pueden ser tan crueles, y tan vulnerables o prescindibles, como los de antaño. O por si el libreto de Gianbattista Varesco no fuera lo suficientemente explícito. O por si el genio de Mozart, por sí solo, ya no fuera capaz de estremecernos.
Aunque sobren las cabezas, aunque sean el fruto impertinente de una inspiración discutible, y hasta probablemente usurpadora, debería estrenarse esta ópera. La mala noticia es que no se estrenará. Parece que un fantasma muy en su sitio ha alertado del riesgo que correrían la directora, los artistas, el público y hasta la Deutsche Oper. La mera sombra de un peligro ha sido suficiente para bajarle los decibelios a Berlín. Esa ciudad donde los cabarés te sacaban la lengua. La que soñó con detener a Hitler. La que acogió, en tiempos de la guerra fría, a los jóvenes objetores de conciencia. La del barrio alternativo. La del muro derribado. Donde una mujer apostada bajo una farola lo mismo podía ser una princesa que una sobrina de Lili Marlene.
Resulta que un temor difuso, como de niño malo que se sabe sorprendido con los dedos en la luna, le ha puesto una mordaza a esa pequeña resurrección de Mozart que es cualquiera de sus partituras revisitada. Una mordaza que empieza en una ronca sospecha, pasa por el cable de un teléfono, bebe en la sangre de algún reciente cadáver, se multiplica en varias noches de insomnio, amanece en una torva prudencia, se contagia a cada fibra del miedo, estalla en el corazón de un programa y nos deja a todos con la mandíbula temblorosa, pero sellada. A este paso, los que estamos acostumbrados a resolverlo todo con argumentos, los que ya no sabemos afirmarnos a través de la violencia, los que ya no nos atrevemos ni a mirarla a los ojos, acabaremos encerrados en un piano, componiendo nuestro afónico réquiem.
“Idomeneo” no se escuchará en Berlín porque en Alemania, como en el resto de Europa, todo puede analizarse, afirmarse, cuestionarse, rebatirse, criticarse, colocarse ante un espejo cóncavo o convexo, sublimarse o parodiarse, salvo los profetas ajenos. En su día, invitamos a millones de musulmanes a instalarse entre nosotros. Y ellos llegaron con su necesidad y su trabajo, no sé si huyendo del hambre o de la ira. Ahora algunos pretenden imponernos, en nuestra propia casa, el estruendo de una fe con la que no comulgamos. O ellos se equivocaron de anfitrión, o nosotros de comensales. O quizás no les hayamos explicado a tiempo que aquí, con los dioses o contra ellos, caben todas las músicas. Y que para orquestar este concierto, hay que haber escuchado mucho a Mozart.