Viene duro el milenio. En sus mismísimos albores, vimos desplomarse los dos lirios gemelos del sueño americano, donde habitaba, majestuosa, la modernidad. Y no dimos crédito. Luego vimos una guerra en directo. Y costó presenciarla. Y le llegó el turno a Europa, cuando estallaron los trenes. Ya no hay día que no albergue un desastre improbable: mares que nos engullen, huracanes que no se detienen ni ante las puertas del paraíso, lluvias que se te meten en casa y se quedan a pasar la noche, amabilísimos vecinos que trafican con dinamita, maridos que te rebanan la garganta, ríos que bajan secos como el silencio o rebosantes como la ira, hijos que juegan a matar indigentes, y muchas, muchas palabras sospechosas de no querer hacer nada. Parece que Occidente, que se creía a salvo del destino, va a tener que empezar a negociar con los Hados.
Porque yo no sé si lo habrá más inhóspito – por aquello de que todo es empeorable -, pero se diría que vamos por mal camino. Y España a la cabeza, como de costumbre. Adalides de cualquier empresa, gloriosa o descabellada, que se nos ponga por delante, no descansaremos hasta pasar a los anales de la estulticia. Un país de denodados pacifistas donde te pegan un tiro a las primeras de cambio por decir lo que piensas o porque simplemente, como en la canción, pasabas por allí. Un país que no admite la moralidad como argumento y donde, sin embargo, no hay quien llame a las cosas por su nombre. Un país que propugna a un tiempo la alianza de civilizaciones y la más implacable autoconfrontación. Un país donde los únicos derechos que se respetan son los más cuestionables o los que a nadie le interesa ejercer. Un país que, como la sombra de Don Quijote, va por esos rumbos de Dios desfaciendo entuertos y sin camisa.
Puede que los países tengan lo que se merecen, y a esta vieja piel de toro se le estén deshilachando las costuras. Hartos de tanto fandango, de tantas coartadas para el poder y la avaricia, de tanta escaramuza y tanta dicotomía, nos hemos sumido en el frenesí de la desesperanza. Hay quien dice que progresamos. No sé. Tenemos una especie de riqueza vulgar y corrupta. Una especie de cultura arrojadiza que sólo florece a un lado u otro de la trinchera. Y una especie de libertad que, de tanto interpretarla sin partitura, suena a milonga desafinada. Desde que se nos hundieron los barcos y el orgullo, allá por el 98, esto se parece a un sálvese quien pueda: ¿Cómo era aquello? Español es aquél que no puede ser otra cosa…
A España el milenio la ha cogido descreída y banal. Vacía y ruidosa. Frívola e ignorante. Muy sobrada de proyectos y muy necesitada de ideas. Tan desnuda de carnes como «el rey transparente”. Aquí el que no se avergüenza del pasado se escandaliza del futuro, y el que no presume de ladrón se precia de inútil, y ya no sabemos ni en qué lengua hablamos, ni en qué dioses creemos, ni qué paisaje es el nuestro, ni en qué glorias ardimos, ni qué dicha esperamos. Se nos ha quedado enjuta, casi intangible, la hidalguía, mientras engordamos nuestras viejas contiendas. Cómo cansan, España y sus mitades.
Cómo cansa este extraño milenio que iba a traernos de golpe el fin del mundo y amenaza con cumplir su promesa, aunque sea a fuego lento. Saldremos de ésta, seguro, pero casi sin resuello. Porque habrá que educar a los niños deseducados, y recuperar los modales perdidos, y reabrir los libros polvorientos, y volver a decir lo ya dicho, y atizar viejas lumbres mortecinas, y cegarle el nido a las arañas, y podar los rosales, y devolverle la virtud a los verbos, y poner cada cosa en su sitio, y amonestar a los césares. Para que sepan que el pueblo, mientras arde Roma, está ahíto de sus caprichos y sus arpas.