Distinguido Señor y Presidente: Cuando las armas hablan, no hay diálogo. Mientras sigan aullando y maldiciendo, jamás habrá lugar para el milagro. Si ellas alzan la voz, lo que se escucha es el eco de un odio sanguinario, el aliento ominoso de una sombra que se te clava viva en el costado, la sentencia brutal que te condena, el vuelo sin retorno de un disparo, los acordes fanáticos y oscuros de un abril energúmeno y quebrado, y el silbido reptante de unas lenguas nacidas para el fuego y el espanto. Cuando las armas hablan tan a gritos, se rompen las palabras en pedazos.
No hemos sufrido sólo en nuestra carne. Carne abierta y herida por el rayo. No fue sólo el insulto o la pistola. También fue la calumnia y el escándalo. Fue también la insolencia del verdugo, su fúnebre promesa, sus preámbulos, el olor a carbón de la amenaza, mil discursos enfermos de desmayo, mil matices de opaca indiferencia, una especie de “tú te lo has buscado”, un cobarde “nosotros no hemos sido”, el temor a llamarle asesinato, la comprensión absurda del delito, el asco a compartir un luto amargo, el ansia de una paz que paguen otros, lo fácil que es mirar para otro lado, y miedo, mucho miedo a que la muerte piense que no militas en su bando.
Lo hemos perdido todo en este cáliz. Ya no nos quedan súplicas ni tragos. Hemos dormido en muchos cementerios. Nos matan, y silencian nuestro llanto. Nos matan como flores o corderos en un nuevo perfume de holocausto. Nos mandan al horror y a la ceniza valientes y sinceros, pero atados. Nos dejan a merced de un viento sordo, y aún hemos de intentar apaciguarlo. Un pueblo que renuncia a la justicia es un pueblo a sus iras condenado. Un pueblo, para serlo, necesita amarse en cada quién y en cada cuándo. Si hay en toda bandera un sufrimiento, también nuestro dolor era sagrado. ¿Qué esperan de nosotros esos hombres que tanto, sin derecho, nos quitaron? Para que el agua vuelva a su reguero, alguien tendrá que devolvernos algo.
Su obligación no puede, Presidente, consistir en el triunfo del fracaso. No debiera, su paso por la Historia, reducirse a los términos de un pacto. Aunque no venga usted a defendernos, aunque no venga usted a consolarnos, usted sirve a los hombres que gobierna, y no a quienes se burlan de su Estado. Usted ha de buscar una salida, pero no a cualquier precio y de soslayo. Nosotros no exigimos nuevas leyes, con las que existen ya nos conformamos, pero si usted trabaja hacia el futuro, procure no jugar con el pasado.
La libertad no es más que un sueño erguido que sólo crece para ser más alto. La libertad no puede ser un monstruo que se nutra de huesos y gusanos. ¡Valiente libertad la de una tierra entregada al furor de los fanáticos! Usted dice luchar por que mañana a todos nos abrigue con su manto. El siniestro nogal que otros batieron ¿alguna vez tendrá el perfil de un árbol a cuya sombra todos encontremos el frescor y la tregua que anhelamos? Porque si ese futuro es de unos pocos, si en esa casa, somos los extraños, si ese valle lo habitan las serpientes, si a ese cielo se llega desde abajo, si no habrá ni una lágrima que brote por todo lo que habremos perdonado, si ese pan huele a musgo y a soberbia, si a esa mesa se sientan los tiranos, sospecho, Presidente, que alguien tiene que haberse, para siempre, equivocado.
Y si al fin, del fragor de esta batalla, sale usted tan glorioso como intacto, que los dioses benignos le perdonen lo esquivo y misterioso de sus pasos. Le advierto que no debe un hombre solo avanzar por caminos tan minados. No da el humo un suspiro que no queme, ni es la paz un ingrávido regalo. Consígala si puede, Presidente. Pero que no le estalle en nuestras manos.