Amo el verano porque no siembra esfuerzos ni esperanzas. Porque llega un buen día, sin anunciarse, y se instala en el cielo como una pincelada azul y transparente, y estremece las uñas de las flores, y se come los vientos, y se recuesta en la arena como un pan de oro, y te pone un pellizco de sal en el ombligo. Me gusta porque se paran las máquinas y las persianas se arrebujan, y hacen corro los pájaros, y los grillos te dan la serenata. Yo le tengo al verano una vieja devoción de niña alegre, de insolente birlocha, de curiosa pupila, y siempre le he dejado mis puertas muy abiertas, para que pase a verme y me hable de los trigos, y del tiempo que huye, y de las fraguas eternas.
El verano es la hora de los libros que vuelven, cuando se te aparecen en carne idiota los personajes de Dostoievski que abominan de la pena y la muerte, los abriles quebrados de Kadaré, traspasados de revanchas y cuchillos, los últimos cerezos de Chejov, la madre dulce y sumisa de Camus (“entre la verdad y mi madre, me quedo con mi madre”) o los buenos terroristas de Lessing (los otros, nada enseñan). Qué hermoso, poder sorberle la pinza a una cigala con los labios desnudos, o abrir a pleno sol, como una mariposa, una nueva metáfora. O tumbarse no más sobre la arena a mirar las estrellas y bucear en el sentido profundo de la vida, por si hubiera allí algo, entre los planetas y las constelaciones, que tuviera la voz, o el sentido, o la circunferencia exacta de un hombre.
El verano es el sitio donde se desmayan las rosas y cabecean los hibiscos. Yo cuando llego a sus atrios me acerco a las hogueras y caliento los besos más fríos, destruyo los versos más tristes, me reconcilio con los murciélagos y me echo a dormir la siesta en los planchados recuerdos, y me voy de jarana a los deseos más tórridos. Sólo tiene de malo el verano que se te ve el sudor y la pobreza en lo agostado del alma, y tiene de horrible, sobre todo, que se te escapa como el agua por las piedras, y aún es comienzo, y ya se acaba.
Este año el verano ha venido cargado de pepitas negras, como las uvas de la ira. De incendios golosos y atentados brutales que te dejan sin pulso y sin aliento. Para muchos, el verano ha sido una mancha de tinta indeleble, un billete sin retorno al paraíso de los que no han hecho nada. Extraña manera de conquistar el cielo, y prestarnos un trozo, la de esos asesinos capaces de saltar en pedazos con tal de poner “una gota de sangre de pato debajo de las multiplicaciones”. Me gustaría preguntarles cómo tasan sus sueños, y a qué precio nos venden. Y si saben que de un golpe cobarde y a cara tapada siempre sale el guerrero vencido e infame. Se ve que el verano no ha sido para todos lo suficientemente prodigioso.
Y a mí, en concreto, este año me ha puesto una bomba de lágrimas bajo la almohada. Un odioso artefacto que me ha mutilado la memoria y me ha llenado la casa de un polvo rosa irrespirable. Que me ha estragado el futuro y el estómago. Que me ha quitado la voz a ti debida, maestro, y me ha clausurado el firmamento, y ya no tengo ganas de contarle a nadie que escribíamos versos, y que el mundo era pequeño y crujiente como una manzana, y yo entraba en tu pecho colorado, y tú en el mío transparente, cada vez que estallaba el verano.