Mis inmigrantes

Mis inmigrantes

Voy a hablarles de Bei. Para mí, la Bei no es la “Banque européenne d’ investissement”, sino el diminutivo de la chica que viene todos los días a mi casa a organizarla y expandirla. A bajarle los humos. A sembrarla de panes y blanquearla de leche. A llenarla de ajetreos y presencias. A devolverle, también, su equilibrio de sábanas frescas y suelos encendidos, de cervezas heladas y cristales ardientes, de olor a pino y perfume de sopa. Ése que sube hasta mi buhardilla por la espiral de la escalera, y me pone un humor de infancia en el olfato, y me da un abrazo intangible que, de puro prieto, siempre se me hace agua.

Como si tales artes no fueran suficientes, la Bei cuida de mi hija cuando yo no puedo o me ausento. Cuidar es decir poco, porque además la adora. Le da besos en las pupitas, para que sanen hoy o mañana, le enseña los misterios del color en un torbellino de papeles, o los de la cuchara en las profundidades de un potaje, le pone horquillas en el pelo, para doblegarlo en beneficio de la frente, y a veces, cuando se puede porque no jarrea, se la lleva al parque a coger castañas o flores de primavera, a columpiarse sin consecuencias y a mancharse, como es su obligación, de verdín y de tierra. En las oscuras tardes del invierno, le canta canciones de otros guaguas.

La Bei es ecuatoriana. Nació en una aldea de montaña llamada La Libertad donde a pesar de la latitud hace frío, y donde a pesar del frío se cultiva el campo, se cría el ganado y se vive mucho al viento. Yo estuve en El Ecuador hace unos años y no tuve ocasión de recorrerlo entero, pero sí de sospecharlo. Tras pasearme por Quito bajo la impresionante silueta del Pichincha – el de los estornudos de ceniza -, me marché a Cuenca con el Vitorio, a casa de sus primos de ultramar, a abusar de la hospitalidad y el cariño de esa rama profesoral y exiliada de su sangre, y a pasar unos muy buenos días que se nos fueron en jugos, cachos y risas. Luego sobrevolamos los Andes como un cóndor de ésos que ya nadie atisba, nos asomamos al río Guayas, que tiene la cadencia de los mares, y nos volvimos. Y nos dejamos en El Ecuador, además de un sol de justicia y el botón que le abrocha al mundo la cintura, todo lo que un hombre puede esperar de un hermano.

La Bei ha aprendido algunas palabras del español de acá, y me ha enseñado unas cuantas del español de allá, sobrevividas a los siglos o arañadas al quechua. Allí, con una etimología que no acierto a rastrear, a la suciedad la llaman “tatay” y al calor «apukai», que es lo que aún dice mi nena cuando teme quemarse. También ha aprendido a tolerar mi entonación castellana, seca y como hiriente, y la premura con que vivo y discurro. A cambio me ha aleccionado, confieso que con escaso éxito, en la costumbre de la paciencia y la virtud de la dulzura. Para decirlo con todas las letras, a quien debo la libertad que ella se dejó en el nombre de su pueblo, y acaso en el camino, no es a mis estudios, ni a mi trabajo, ni a mi absoluta fe en la igualdad de los sexos, sino a mi Bei.

Me temo que las mujeres que vivimos como hombres también necesitamos detrás de nosotras, o a nuestro lado, a una gran mujer. La que a mí me acompaña vino de lejos con su carné de inmigrante, su vida limpia, su nostalgia imborrable y un sueño global de rascacielos, aprendizajes y posibles. A estas alturas, ni yo me extraño de ella ni ella se extraña de mí. Y no es la única que conozco. Están Eva, y Loyda, y Diana….. Hay un algo sin nombre que les envidio. No sé si regresarán algún día a sus países, pero por ahora aquí es donde laten y trabajan, aquí es donde arriman el hombro, aquí es donde llueven con sus manos y se alzan con sus empresas. “All the pleasure is mine”. Bienvenidas, y gracias.


Laura Campmany