En cuanto envíe al periódico este artículo, saldré disparada hacia el Casino de Madrid – me refiero al clásico, el de la calle Alcalá – a participar en el Primer Campeonato de Mus que la Fundación “Ciudad de la Esperanza y la Alegría” tiene previsto celebrar allí con fines estrictamente benéficos. Lo que se recaude servirá para construir una escuela primaria en un remoto pueblo de la India. Con ser poco, es mucho. Nadie tiene un palacio lo suficientemente amplio como para acomodar en este mundo a la Justicia, pero siempre podemos ponerle un cuarto en alguna parte. Y como el mus es cosa de parejas de hecho, me llevo de compañera extraconyugal a mi amigota Ana, que, además de “savoir faire” y simpatía, acostumbra aportar al juego todo un Gotha de reyes, y su mucha destreza en combinarlos.
El Campeonato enfrentará a musolaris políticos contra musolaris periodistas. A mí lo de periodista se me supone con generosidad que agradezco, pero lo de musolari no es cosa que admita discusión. Como es bien sabido, mi padre y yo arrasábamos en los verdes tapetes del honor, lo mismo robando la grande que apuntándonos la chica en paso, y lo mismo machacando los pares que simulando, o disimulando, una inapelable treinta y una. A las pruebas me remito. En aquellos dos duelos musísticos que organizó el ABC allá por los años 95 y 97, tuvimos, mi progenitor A y su vástago C, el inmenso placer de dejar no sé si zapateros o casi – que es como con muy buen criterio se denomina a los que en estas artes no alcanzan ni el destino del tuercebotas – a nuestros queridos y admirados Alfonso Ussía y Antonio Mingote. Como ya nunca podremos concederles la revancha, ha llegado el momento de confesarles que los Campmany solemos tener una suerte poco común, pero ninguna comparable a la de gozar de su amistad.
Tuvieron ellos de padrinos, en aquella justa memorable, a Adolfo Suárez y a Amparo, su mujer. No fue bastante tanta providencia para asegurarles la victoria. A nosotros nos apadrinaron José María Álvarez del Manzano, todavía alcalde, y María Eulalia, su esposa. Ignoro a qué santo nos encomendaron, pero a mí los cerdos me araban el campo. Tuvimos también nuestro público, y hasta nuestra retransmisión deportiva a cargo de José María García, que fue cantando los envites como si fueran “tiquitacas”. Pudimos habernos quedado en eso, como la selección española en su partido contra Francia, pero se ve que a nosotros no nos entró ese miedo a vencer con que siempre justificamos las derrotas patrias. Los españoles deberíamos apuntarnos en algún sitio que ganar beneficia seriamente la salud.
Yo en las mesas de mus he visto de todo. He asistido, por ejemplo, al milagro de la multiplicación de las piedras. También he visto a damas y caballeros dispuestos a fingir una grave incontinencia urinaria con tal de interrumpir el ritmo del juego. O a parejas muy dignas llorando por una muerte dulce demasiado amarga. O a matrimonios decididos a solicitar un divorcio “express” por un quítame allá esa jugada. O a auténticos membrillos capaces de hacerte, casi con tu socorro, la carrera del señorito. La lista de personajes es variopinta: sobrados, tontolabas, chuletas, charlatanes, cenizos, buscapleitos, licántropos… más toda la fauna femenina, que tampoco se queda atrás. En los juegos de naipes, quizás más que en otras contiendas, se conoce mucho a la especie. Una amiga mía, vasca ella de Las Arenas, abandonó una vez una partida de campeonato pronunciando una frase que, según parece, allí en su tierra no tiene vuelta de hoja: «Arrenuncio». Con la “a» por delante. Eso es lo que se dice cuando el contrario hace trampas y no tiene caso seguir barajando. No es una retirada, sino un punto de honor. Nos dejó a todos estupefactos, pero hizo bien. Y es que aunque a uno le descalifiquen, de según qué mesas no hay más remedio que levantarse.