Estudié en el Liceo Italiano de Madrid. Era, con un curioso afán de eclecticismo, un “liceo scientifico ad indirizzo classico”, que es tanto como decir que lo que allí se pretendía es que los alumnos adquiriéramos una costumbre científica que nos permitiera abordar con rigor las distintas disciplinas, pero con la mirada siempre puesta en el hombre. En el hombre entendido como centro de todas las cosas, que es la raíz de ese humanismo renacentista que estalló en la Toscana con el “Dolce Stil Novo”, y luego se dio un paseo por el castigo y la salvación de la mano de Dante, y floreció como un rizo en la pluma de Petrarca, y se vino a España a cautivar a Boscán y a Garcilaso.
En mi colegio estudiábamos latín, mucho latín, pero no por penitencia o masoquismo, sino por el gusto, les aseguro que inenarrable, de poder declamar, cuando el amor le prendía fuego a nuestras quince primaveras, aquello del “da mi basia mille, deinde centum, dein, mille altera, dein secunda centum”, y seguir suplicando nuevos besos sin que nos traicionara el apetito. A fin de cuentas, estábamos citando a Catulo. También leíamos la Ilíada, la Odisea y la Eneida, de principio a fin y verso a verso (esto ya en traducción italiana), y había que entender cada metáfora, visualizar cada imagen, conocer cada símbolo, los de la guerra y la muerte, los de la pasión y el olvido, para sacar a fin de año una nota decente, y que no te pusieran las orejas de asno, o no te mandaran, directamente, a repetir tu viaje por el curso.
Cuando, terminado el bachillerato, ingresé en la Facultad de Filología, una dinamita invisible, como de polvo, fue haciendo saltar poco a poco todos los puentes que unían, en mi corazón, los senderos del conocimiento con el camino de la vida. Aulas de más de cien alumnos, profesores que, con alguna sublime excepción, iban a clase a aburrirnos con la lectura de su último manual (que por supuesto había que adquirir obligatoriamente), exámenes tipo test que podían aprobarse sin necesidad de saber redactar cuatro líneas, apuntes de cursos anteriores tan incomprensibles, de suyo y por sucesivamente fotocopiados, como la piedra Rosetta, interminables revanchas de mus en el bar, chuletas cada vez más sofisticadas, y la sensación unánime de que el paso por la Universidad nos serviría como mucho para robarle un título al sistema, practicar el “ligoteo” – o el arte de la pancarta – sobre la hierba del Paraninfo, o sacarnos, en los bares de la cercana Moncloa, un máster en cañas y aperitivos.
En mi colegio, como en tantos otros de Europa, incluido alguno de España, lo que se intentaba era formar personas. Pero los centros estatales españoles, ya por entonces, empezaban a implantar el sistema de fichas, que sólo obligaba a los alumnos a conocer los datos, eximiéndoles de todo discurso. Ahora creo que ni “eso”. Ahora los beneficiarios de la LOE (ese nuevo modelo de marca educativa) conseguirán, con un poco de suerte, aprender a navegar por Internet. A Don Quijote ya lo han visto en dibujos animados, y a qué quemarse las pestañas, si las letras “rallan”, los profesores son unos auténticos “pipas”, los padres, que “sosieguen”, lo “guay” es el “desfase”, lo que “mola” es el macrobotellón, y a esa cultura que sólo se aprende en los libros, y que no da «subidón” ni conduce fácilmente al éxtasis, le queda “cero coma”. Como quien dice un telediario. A mí me gustaría, porque amo el futuro, que a nuestros hijos, de una escuela que no fuera la del fracaso, nos los devolviesen un poco más sutiles y un poco menos zafios. Siquiera para que, cuando quieran expresar una fobia, no lo hagan con la exultante vulgaridad de ese actor tan simpático, el tal Rubianes. Pero está escrito: va a ser que no.