A Paco le conocimos el Vitorio y yo al poco de llegar a Bruselas. Digamos que en 1987 o, a lo sumo, en 1988. En todo caso, no mucho después de la adhesión. En la aquí famosa rue Archimède, el restaurante madrileño Villa y Corte acababa de abrir una sucursal homónima que tenía, a modo de anexo soterrado, una cantina abovedada y estrecha con paredes de ladrillo visto que se llamaba y se sigue llamando “La Bodeguilla”. A los primeros colonos hispanos nos sirvió esta pequeña bodega de hogar donde encender nuestro fuego y cocernos el alma. No tenía el prestigio de la de Felipe González, pero ya ven ustedes que le ha sobrevivido. Y ahí, en nuestra bodeguilla, detrás de la barra, trabajaba Paco. Con muy buena mano para tirar las cañas y muy buenas cañas para pescar amigos.
A Paco le llamábamos “Paco Siesta” porque a los tiempos había cambiado de plaza y servía copas en un barecito que ostenta ese nombre, “La Siesta”, perteneciente al Hotel Euroflat. Situado a tiro de piedra del Berlaymont – que es el edificio emblemático, con forma de aspa, de la Comisión Europea -, el Euroflat es también uno de los hoteles favoritos de los muchos españoles que, entre periodistas, expertos nacionales, europarlamentarios y otros arquetipos, llegan a diario a Bruselas a nutrir o exprimir Europa. En el bar que les digo, Paco atendía todos los viernes no sé si a la cúpula o menos del PP bruselense, pero, si conocía todo lo que allí se fraguaba, como imagino, nunca tuvo la tentación de airearlo. Fueron tantos años de Siesta que, al final, se quedó con el mote.
Además de en su propio bar, a Paco lo veíamos también, ya fuera de servicio y a sus anchas, en otro local español del barrio llamado “El Castañuelas” que aquí no hay paisano que no visite. Han pasado por él, seguramente, todos los Comisarios españoles, amén de todo el funcionariado patrio de mayor o menor graduación y algún que otro belga deseoso de sucumbir a los encantos del mejor gazpacho que he probado en mi vida. Ahí fue donde una noche vimos a Gil-Robles, a la sazón Presidente del Parlamento Europeo, conocer la victoria de su institución sobre la Comisión Santer – que tuvo finalmente que dimitir en pleno – horas antes de que esa victoria, si es que cabe llamarla así, se produjera. Me parece que el Vitorio, Paquito y yo fuimos los primeros en enterarnos.
Paco era un cordobés socarrón y de pocas palabras, de ésos que sólo intiman con su cuadrilla y sólo hablan cuando se tercia. Enjuto y bien plantado, a mí me recordaba un poco a Manolete. A sus amigos nos gastaba unas bromas muy de capote y aquí te espero, con su punta de ironía y, por debajo de la ironía, algo parecido al desconcierto, como si ellas mismas desconfiaran de su gracia. Creo que a Paco lo que le pasaba es que quería volverse a Córdoba, que le faltaba un patio donde oír correr el agua, y un Séneca con el que charlar de lo poco y lo mucho que significa la vida, y un tiempo más ancho y más recio, como de olivo. A su hija mayor, de la que nos hablaba constantemente y que se llama Laura como yo, le había enseñado a jugar al ajedrez.
Se ha muerto muy joven, con apenas cuarenta y cuatro primaveras, nuestro amigo Paco. Hemos compartido con él veinte años de espaldas mojadas. Él en su papel de inmigrante autoesculpido, y nosotros en el nuestro de turistas sin retorno. Por estos empedrados, todo el mundo le conocía. Ay, Paquito, qué extraña e intangible, qué digna y prematura, qué morena y de polvo se nos hace tu muerte. Como si nos hubiera sorprendido un granizo de aceitunas. Como si se hubiera vuelto loco el jardín de los encuentros. Como si no hubiera un balcón donde llorarte. Sé que en alguna parte te ríes. Sé que a estas horas descansas. Y que asistieron a tu oficio los ángeles verticales. Y que te veré, más alegre y torero que nunca, tan noble y humano como siempre, allá en el infinito. Al otro lado, Paco, de la siesta.