La buena educación

La buena educación

Uno de los objetivos que me he fijado para este verano es iniciar a mi hija en los misterios de la civilización. Con sus tres años y medio, su natural rebeldía y el enjambre de mimos que la rodea, me temo que anda un poco asilvestrada. Ya ha aprendido en poco tiempo que lo mismo en Bélgica que en España dispone de un método infalible para conseguir lo que quiere, que es desearlo con todas sus fuerzas y más allá de las nuestras. Con tal de que no llore, coma, duerma, juegue, ría, se autoafirme y, en resumidas cuentas, esponje como un “soufflé”, los bastantes adultos que el destino ha puesto a su servicio somos capaces de las más peregrinas concesiones. Cualquier día le aprobamos un Estatuto.

A mi edad, y con lo bien que funcionan, los buenos modales me resultan tan lógicos, tan imprescindibles, que tiendo a creer que son un componente del instinto. Quizás lo sean de un modo retardado, como una patología latente que nuestros organismos portasen en algún recoveco del ADN, presta a activarse a la primera andanada. Me veo repitiendo las mismas frases educativas que amenizaron mi infancia, y no me reconozco. Lindezas tales como “¿quieres cobrar?”, o “si tienes hambre, chúpate la sangre”, o “¿qué se dice?”, o “claro que vas a ir al cine, pero al de las sábanas blancas”. Pura pedagogía moderna.

A veces, créanme, con lo que veo alrededor, se me quitan las ganas de pulir a mi buena salvaje. Cuando me cruzo por el paseo con una de esas familias tan pintorescas que en verano no se quitan las chanclas ni para tirarse del trampolín y disertan en un tono perfectamente audible sobre las servidumbres de la aerofagia, el pelotazo que el niño, tan espontáneo, acaba de propinarle al señor con gafas de la tumbona contigua, o sobre lo moderna que va la niña con el “piercing” en el ombligo; cuando compruebo que tienen que pasar siete coches para que uno se detenga en el paso de cebra, o que señoras de la edad de mi madre se te cuelan en el supermercado con una soltura de pies y codos que para sí la quisiera un defensa, me siento tentada de decirle a mi hija, que todavía está a tiempo de adquirir tan provechosas maneras, que siga ejercitándose en sus artes marciales, y hasta mejore la puntería.

En San Juan, un verano, el Vitorio y yo llamamos a la Policía para que “invitase” a los dueños del chiringuito de enfrente a bajar el estruendoso volumen de su pachanga nocturna, más que nada por no perder nosotros la costumbre de leer, pensar o dormir. Llegó esa misma noche una patrulla y se acabó la fiesta. Algunos parroquianos, sin duda amantes de la danza, al verse privados de su derecho a cimbrearse a nuestra costa, profirieron contra los balcones del edificio (sabían que de ahí provenía la denuncia) terribles amenazas. Nosotros las escuchamos acoquinados tras la barandilla. Los jóvenes se limitaron a insultarnos. Los adultos, más contundentes, se mostraron proclives a rebanarnos el pescuezo. Ahora, cuando observo a un joven comportarse de manera incorrecta, me imagino con espanto a la madre que lo parió.

Habrá quien piense que la buena educación es una rémora del siglo pasado, o un atentado a la libertad, o un lujo de señoritos. Hoy en día, en España, la mayoría de la gente parece considerarla totalmente improductiva, y hasta conozco intelectuales que hacen, del ejercicio de denigrarla, su pasaporte a la fama. Yo, que la ejercito sin mérito y pensaba que formaba parte de nuestra cultura, de nuestra necesidad de convivencia y de nuestra voluntad de progreso, yo que la creía un bien de todos, y no privilegio de unos cuantos, me sorprendo tratando de inculcársela a mi hija con una mezcla de orgullo y sonrojo. Lo hago, por ahora, a base de chucherías y reprimendas. Algún día le explicaré que en la vida, como en el arte, la forma es la que escribe el contenido.


Laura Campmany