Fue el martes pasado, día once. Del cielo de Bruselas, justo donde acaba mi calle, colgaba una luna tan llena, tan violentamente cercana, tan prepotente, tan visiblemente rugosa, que por un momento pensé que estábamos siendo invadidos por ella, que aquello era un mundo volante a punto de incorporarse, como una bola de acero, al engreído ensamblaje del Atomium, o que, en la cálida brisa de este verano exótico, el firmamento se había hecho disco, se había hecho forma, y bastaba dar un salto para comulgar con su secreto. Conocerán ustedes ese curioso ensayo de Asimov, «La tragedia de la luna», en el que el celebérrimo autor de ciencia ficción explica por qué debemos la vida en la Tierra a la existencia de nuestro caprichoso satélite, orquestador de todas las mareas. También le debemos, los de esta romántica banda local, algunos senderos de plata, algunos besos muy largos, algunas ensoñaciones muy tristes y la turbadora sospecha de que no estamos solos.
Regresaba yo a casa, como resbalando por el intenso perfume de los jazmines novatos, de mi tertulia poética en “chez Feliu”. Así es como llamamos, por el apellido de quien nos lo abre de par en par, a nuestro pequeño Ateneo doméstico de la Avenue Rogier donde unos cuantos “letraheridos” nos reunimos a fecha suelta y sin programa para recitar poemas, acoplarlos a los acordes de una cuerda inspirada y llenar nuestro granero, como laboriosas hormigas, de versos que alimenten el futuro, que aquí siempre acaba pareciéndose al invierno. Esta vez exprimimos, además de las uvas de nuestra propia cosecha, versiones no menos nuestras de Rilke y de Yvan Goll. Da para muchas vanguardias, y para muchos fermentos, la vida entre dos guerras. Y da para una trinchera luminosa un jardín en verano, el sabor del Mosela y un racimo de amigos.
Más o menos bajo esa misma luna se había celebrado el día anterior la “cena de los Cavia”, que navegó la noche por obra y arte de De Prada (felicidades, Juan Manuel), destronó a los falaces para entronar a la Fallaci (”congratulazioni”, Oriana) y nos dejó retratados en ese “año después” de Gil (mi enhorabuena, Ignacio) que ahora es también el “año antes”. Y es que al borde de esa misma luna volvían a estallar el martes los trenes en La India – en Bombay dicen que hay más de ciento sesenta cadáveres que se sumarán, con su jota mortal, a los despojos de otras letras -, volvía a correr sin regates, ni medallas, ni balones de oro, la sangre inocente del florilegio humano, volvíamos a ser una catástrofe multiplicada por once, siempre once, ¿por qué once? Quizás porque son diez los mandamientos…
Se debió de quedar, esa luna insensata que bajó a visitarnos, rota por la mitad de su cuadrante. La imagino en su órbita, alejándose. Estuvo tan cerca de nosotros que podríamos haber llegado a ella, como Cyrano, cubriéndonos el cuerpo con frascos de rocío, o enrareciendo el aire en un cofre de cedro, o disparándonos desde un cañón de azufre, o pilotando un globo de humo, o untándonos la piel de tuétano, o lanzando y relanzando un imán a lo alto, o empapándonos de mar y yaciendo en la arena. Como buena cáncer, soy un poco lunática y hasta un punto adivina. Conozco la materia de la vida porque me habita la energía de la muerte. Y sí, me reúno a cantarle a las horas mientras los hombres mueren. También me iré algún día, mientras ellos conversan. Si lo hacen de la luz y sus arpegios, si lo hacen del amor y su añoranza, si sepultan miserias y conquistan placeres, si aciertan a ensancharse en las palabras, si me salvan del polvo con una sola esquela, les perdono el capricho. Y les dejo en herencia este palco de luna, porque quien mira al cielo ve a los otros.