Los humos

Los humos

Como a todos los que aún fumamos, me gustaría dejar de hacerlo, pero con dignidad, por decisión propia y poniendo yo el cuándo. Me gustaría, en realidad, no haber empezado nunca, y que mi vida hubiera transcurrido por todos los senderos de la pasión, la incertidumbre, el amor y el desconsuelo sin la compañía de un amigo tan doble. Sin ese puro sabor americano a que me convocaron una y mil veces los escaparates de los estancos, los vendedores callejeros de la Gran Vía, las vallas publicitarias o los héroes de Hollywood. Y que tomé como quien acepta un presente. Os confieso que me habría gustado enfrentarme a todas mis peripecias con tan sólo mi sangre, y salir de mis placeres y mis tropiezos ilesa de herrumbre y presagios oscuros.
También desearía, pongo por caso, que los osos polares siguieran ejerciendo su derecho a la supervivencia en el país de las nieves eternas, que parece que se nos funden, y que las aguas de los ríos bajaran llenas de espuma clara, y no de azufre o mercurio. O que desaparecieran de un plumazo, a golpe de decreto, los puentes mal construidos que se derrumban, las presas que se desbordan, los talleres donde los niños destejen su infancia, la trata de mujeres, los abusos, las chabolas, las vueltas de campana, el miedo a los callejones, las jeringuillas cargadas, los sobornos, los coches explosivos, los pactos inmundos, las alambradas y los bosques heridos, porque todo eso te mata mil veces, y ni siquiera te da un beso en los labios.
Tengo para mí que la gente que nunca ha fumado, o practicado algún otro género de gozoso martirio, no conoce ni la plenitud ni la derrota. Que es gente que se ama demasiado. Seres que no saben qué hacer con su alegría, cuando la diosa les invita a su alcoba, ni cómo desprenderse de la ira, si no es a coces, ni cómo vengarse del dolor, si no es ignorándolo. A mí me resultan terriblemente sospechosos, porque intuyo que se miran mucho al espejo, y no oyen lo que se les dice, y no saben, o no quieren saber, lo que nos espera. Hay que ser muy pequeño, o muy manso, o estar uno muy conforme consigo mismo y con los tiempos – que ya hay que tener el alma de leche -, para viajar por estas cruces con los dientes tan blancos.
Yo a los míos los llevo mucho al dentista, que es visita de pago, y hasta les permito reírse un poco de este mundo adosado y perfecto que nos estamos construyendo, donde todos acabaremos, si Dios no lo remedia, conectando el amor a las alarmas. Yo a mis flaquezas y perezas las saco mucho de paseo, no vaya a ser que alguien se piense que no las tengo, y a veces las riego de vino y les prendo la mecha, para que ardan. Yo a mi impaciencia, y a mi fatiga, y a mis honduras, lo mismo que a mi garganta, las tengo más que enseñadas a no toser en el teatro. Pero parece que no es suficiente, de forma que en la cárcel, cuando ya no me admitan en los hoteles, pediré celda de fumador. Creo que allí sí se puede.
Y ya puestos a exigir un buen trato, me gustaría que los legisladores, maestros en hacer con sus propias vidas lo que les da la gana, me hicieran el inmenso favor de no desbaratarme a mí la mía para ahorrarse lo largo y ancho de mi muerte. De no sacarme como un perro a la calle cada vez que se me antoje satisfacer mi pequeña hambre de infierno. De no amargarme el café y la tertulia. De no exponerme, de forma tan innecesaria, a la delación o al desprecio. De no apartarme de esos amigos que hasta hace poco, y sin que a ellos les costara ni un estornudo, hasta con gusto me toleraban. El humo que yo genero nace en mi boca, en mi pecho se clava y apenas ofende. Más ofende el que escupen las bocas de las fábricas, de los automóviles, de los portaaviones, de los cobardes, de los vendidos, de los ambiciosos, de los maledicentes, de los tristes, de los canallas, de los poderosos. Y me aguanto. Más me ofenden a mí los humos de esta ley sin sentido que me convierte, no sé si por cálculo o ignorancia, en el único trofeo de los que aspiran a nada.


Laura Campmany