Holanda es el nombre de mi gata persa. O, para ser más exactos, de mi gata persa “blue point”. Lo del “blue point” – me explicaron cuando la compré hace ahora dieciséis años – significaba que era una mezcla de persa y siamés, lo que en la práctica se traducía en una pincelada violeta en las orejas, el hocico y la cola, que contrastaba con la radiante albura de su lomo. Tiene los ojos muy azules, como soñados por el agua, y una forma perfectamente aristocrática de escabullirse, de ensartar las escaleras o de exigir imperiosamente su alimento para luego quedarse como una estatua de yeso junto al cuenco abundante, como si el hambre fuera una servidumbre grosera que mereciera, a la vez, toda su ansiedad y su desprecio. Todavía no les he contado que acabo de sacrificarla.
Como en la novela de Colette, mi gata era una reina indestronable. Le fabriqué una gatera para que en los días de sol, que por aquí escasean como la lluvia en el desierto, saliera a pasear con indolencia por entre los tréboles y las margaritas. Nunca olvidaré aquella noche de junio, muy calurosa, en que emigró sin querer al país de mis vecinos, y no supo regresar. Yo llegaba muy tarde de una cena y, contrariada por su ausencia, desarmé los balcones del verano hasta que la descubrí en el jardín contiguo, deslumbrante y suspensa como un copo de nieve. Desde la escalera que lancé sobre el muro que nos separaba, la llamé sin descanso. Ella, siempre dispuesta a no alterar el suyo, se limitaba a maullar. ¡Holanda, ven! Miauuuuu. Parecíamos Romeo y Julieta.
Lo crean o no, le debo mucho a mi gata: sus juegos, sus travesuras y su inconsciencia de cachorrilla, que irrumpieron en las primeras soledades de mi vida bruselense, tan vacía y extraña. En aquella época, asomaba de repente desde detrás de un libro o desde dentro de un cajón. Ibas a buscar una blusa en un armario y lo que aparecía era un ovillo de pelo blanco que en ese mismo instante pegaba un brinco y salía a la carrera a buscarse un nuevo escondite. O la sorprendías por las mañanas arrebujada junto a la almohada, inmóvil, concentrada, delectándose sin la menor urgencia en el espectáculo de tu respiración. Yo, que no he podido tener hijos de forma natural, encontré en ella el consuelo de un cuerpo blando y pequeño, de una carne caliente que se dejara besar sin cansancio. También me enseñó a ronronear, que es una forma como otra cualquiera, muy fácil y muy difícil, que tienen dos corazones de ponerse a latir al unísono.
Me dirán ustedes que Holanda era una gata, sólo una gata. Y que hay cosas más importantes de las que hablar, o a las que amar. Pero esa gata veló conmigo en mis noches de insomnio, y me lamió las lágrimas. Esa gata era una paz, cuando caía, y un torbellino, cuando se alzaba. Esa gata sólo comía de mi mano. Sólo a mí me dejaba administrarle un medicamento, o cepillarla, o encerrarla en el código de los comportamientos. Creo que me quería más que a sí misma, y eso es algo que jamás me he atrevido a esperar de un ser humano. También me dejó acariciarla, y ofrecerle mi voz a cambio de la vida, cuando le pusieron, porque ya no podía hacerse otra cosa, su última inyección.
Por si alguien todavía no lo sabe, los animales superiores, los que comparten con nosotros las capas más profundas del cerebro y lo mejor que somos, tienen eso que llamamos sentimientos. Yo lloro hoy, en la muerte de Holanda, todo lo que no acierto a soportar en la desdicha impasible. Y también agonizo. Y canto su pura aquiescencia, y su estirpe sagrada, y su candor furtivo. Y me voy un poco a buscarla, donde diablos esté, a explicarle que ha sido muy breve, y muy clara. Y a llamarla tazoncito de leche, sorbito de luna, campanita arrogante… Y a contarle que le he dedicado este artículo. Y a decirle, por última vez, que la quiero.