En mi época de estudiante, aprendí que la lengua se rige por dos principios universales: el de la precisión y el de la economía. El hablante, que los encarna, tiende al parecer a no decir en dos palabras lo que puede decir en una, y a emplear en cambio cuantas sea menester para nombrar con claridad aquello que de otro modo se prestaría a confusiones. Hay un tipo de tonto ibérico, por ejemplo, al que en rigor sólo puede llamársele “gilipollas”, y de ahí que la Academia se haya visto finalmente obligada a incluir este expresivo vocablo en las páginas de su diccionario. Dudo mucho que acabe algún día recogiendo el muy reciente y no menos asombroso hallazgo retórico del BOE.
Como ustedes ya saben, en los formularios de inscripción de los españolitos en el Registro Civil, y merced a una rectificación de última hora que convierte en un derecho lo que no hace ni tres telediarios se prefiguraba como una obligación, los dos titulares de la responsabilidad parental podrán optar por sustituir las denominaciones de “padre” y “madre” por las de “progenitor A” y “progenitor B”. Se argumenta que esta duplicación cubre una necesidad social. Que lo que se pretende es que una pareja homosexual pasada por el juzgado, es decir, unida en un matrimonio que con más acierto llamaríamos patrimonio, pues apenas regula otra cosa, pueda inscribir a sus eventuales hijos adoptivos sin tener que especificar cuál de las dos personas que la integran asumirá, con respecto al niño, los papeles de papá y mamá. Embarazosa disyuntiva.
Constatado el problema, admitamos también que hay soluciones muy poco solventes, y si no, que alguien me aclare qué aporta la palabra “progenitor” a este novedoso conflicto. Yo hace dos años, cuando adopté a mi hija, me fui corriendo al castellano para ver cómo podría explicarle, llegado el caso, que aunque no la he parido soy de hecho su madre. Y allí encontré, como una fruta que no nace en todas las ramas, una palabra mágica que en su sentido etimológico alude precisamente al hecho físico, biológico, de la filiación. Gracias a la riqueza de mi idioma, podré contarle en su día que ella tuvo, en el lejano Tíbet, unos progenitores a quienes debe sus genes, pero tiene y tendrá hasta nuestra muerte, junto a su vida y cabe sus sueños, la verdad de unos padres.
Debería la lengua, por el bien de nuestras mentes y por propia dignidad, limitarse a decir lo que pasa. Y oponerse con toda la fuerza de su pecho desnudo a que se llame solución habitacional a un cuchitril, limpieza étnica a un genocidio, “convoluto” a un soborno, pacificación a una guerra, intertextualidad a un plagio, violencia a un asesinato, acuerdo político a un negocio, impuesto a una extorsión, alianza a un tembleque, enseñanza a un fracaso, o principio del fin a lo de siempre. Removerle el nombre a la realidad no la hace más blanda, sólo un poco más turbia.
Los anglófonos, tan peculiares, se inventaron la manera de referirse educadamente a lo que aquí, con no menos tacto, llamamos “discapacitados mentales”, mediante el circunloquio “mentally challenged”, a saber, personas que se enfrentan a un reto de capacidad mental. Rizando el rizo, encontraron también, para rebautizar a los enanos – con los que luego no se privan de jugar a los bolos -, el imaginativo eufemismo de “vertically challenged”, o personas desafiadas por la verticalidad. Si es por retos, todos tenemos alguno: los torpes con la habilidad, los ciegos con la imagen, los ignorantes con el conocimiento y los muertos, definitivamente, con su buena salud. Pero a qué tanta noria, si la propia palabra lo dice. La mala intención, cuando la hay, la ponemos nosotros. La lengua en sí misma no es más que un reflejo de la vida. Pero ya sabemos que es inagotable. Me refiero a la estupidez humana.