¿SABES, padre? Para que todo sea más hermoso y difícil, me han pedido en ABC que te escriba unas letras de homenaje desde tu columna. Ésa a la que tan libre y orgullosamente vivías atado. Esa columna tuya en la que nunca -decías- te habían tocado una coma, y en la que te habías instalado confortablemente, como quien anda por su casa, con toda tu sabiduría, tu música y tu casta. Con tu razón de hombre justo y tu esgrima jugosa y valiente. Y yo esas letras te las voy a escribir con el corazón todavía ensartado, y con los ojos en lágrima viva, y no sabes con qué miedo, y no sabes con cuánto amor, porque creo (dime algo, papá) que a ti te habría gustado que así fuera. Tenías el alma preciosa, padre, como de luminosa porcelana, y una paciencia infinita, y un orgullo por el que corrían los caballos, y un amor por la vida que se encaramaba a las cumbres del aire para llover sobre las cosas menudas. Ya sabes: lo fugitivo permanece. Me leías a Alberti, ¿recuerdas? Recitábamos a Rubén Darío: «Padre y maestro mágico, liróforo celeste…». Tú mi padre, tú mi maestro. Saboreábamos a Neruda -tan violentas, a veces, las espumas-, desflorábamos a Góngora -sus negras violas, sus blancos alhelíes-, aprendíamos en la pizarra de Mairena, bebíamos hasta el alba en las sagradas copas de la armonía, nos emborrachábamos de belleza y esperanza. Nunca te dijiste poeta, tú que lo eras por encima de todo, tú que conjugaste los racimos del tiempo.
Yo ya sabía que eras un gran hombre, un surtidor de sueños, un pecho entero, un ángel fecundo, un clavel desbocado. Pero ahora que te llevo dentro, y ya no puedo discutir contigo sin herirme, lo sé más que nunca. Ay, padre, si hubieras podido recibir en un vaso profundo el dolor de tus amigos, y oír las palabras con las que te nombramos y te abrigamos en esa soledad tuya tan blanca y tan ardiente, y poblar las horas con que te devolvemos a la vida para que no la pierdas, para que no la pierdas del todo, ya me entiendes. Ay, si hubieras visto el chiste de Mingote, tan tierno y tan mudo, y los artículos de tus hermanos mayores de la cofradía de la columna, tan a punto de resucitarte, y el luto y la orfandad de tus amigos. Este periódico, tu periódico, está derramando ríos de tinta sobre tu recuerdo, ahora que ya diste en el mar, que es el morir. ¡Qué incomprensible que no estés aquí, con lo que a ti te gustaban las necrológicas!
Estamos revolviendo entre tus cosas en busca de tus manos. Estamos invadiendo tus pantallas y desnudando tus etimologías. Te estamos recomponiendo en todos tus gestos, en todas tus caricias, en tu indomable anecdotario, y en tu señorío, y en tu álbum de ofrendas, y en cualquier parte donde podamos sentirte y tocarte, y celebrarte hasta el agotamiento de nuestra sangre partida. Porque de ninguna manera queremos olvidarte, padre. «Hilaré tu memoria en la mañana», como tú hilaste mi vida. Ni mamá, ni tu hijo Emilio, ni tu hija Beatriz, ni yo, ni nadie de ese casi universo de personas que te amaron permitiremos que cese tu rayo. Bendito seas también porque con esta muerte tuya tan urgente y certera, que duró lo que tarda en desplomarse un párpado y encenderse, en algún lado, otro fuego, hasta la ofensa de la agonía nos ahorraste. Como diría tu tata Felisa, «hijico, qué gracia has tenido hasta para morirte».