Cuando viajé a la Habana, no lo hice directamente desde Europa. Estábamos, el Vitorio y yo, pasando unos días en Jamaica, y se aproximaba la fecha de mi cumpleaños. En un hotel-poblado de la Bloody Bay – una preciosa bahía que debe su nombre a una legendaria escabechina -, en la intimidad de un bungalow sitiado por aguas estancadas, milicias de cangrejos gigantes, tábanos del tamaño de un dedo y otros enemigos del hombre blanco (como los propios camareros, que se partían de risa cuando un rostro pálido era víctima de alguna desgracia tropical: “no problem, man”), decidimos trasladar el festejo a algún puerto más franco del Caribe, más que nada para no acabar encariñándonos con la simpática malaria. La isla más cercana era Cuba. Tomamos un avión por no ir a nado.
Dios mío, ¡qué gozo, aterrizar en mi planeta! Allí los seres humanos hablaban español y no parecían deseosos de rebanarte el pescuezo. El aire acondicionado de la habitación goteaba, los muebles parecían salidos de una película de los años sesenta, había carteles del dictador por todas partes, a los palacetes del Malecón se les caían los colores, los coches que circulaban por las calles eran carne de desguace, la Habana Vieja recordaba a las ruinas de Babilonia, las nubes amenazaban tormenta, la tormenta nos empapó hasta los tuétanos, pero aquello, de algún modo, era casa.
En la imponente catedral, rezaban muy a sus anchas cuatro mujeres. En una tienducha de la plaza en la que entramos por curiosidad, los estantes estaban tan vacíos que daba vergüenza mirarlos: una garrafa de aceite, un saco de alubias pintas… Con eso tendrían que conformarse los muy livianos cestos de la compra. Yo no vi leche para los niños en ninguna parte. Ni chocolate, ni aceitunas, ni nada que les quitase el hambre a los desheredados del mundo. Los filetes de cerdo de la Bodeguita de Enmedio, o los casi manjares del Floridita, no estaban pensados, ni emplatados, para el apetito local. Sí que había mucha flaca por las esquinas, dispuesta a darle un beso a cualquier jarabe de palo.
El guía que nos atendía y vigilaba, un muchacho muy culto y nieto – según nos dijo – de emigrantes canarios, nos llevó a los “lugares de interés”, nos largó el discurso oficial con sus pequeñas pinceladas de ironía disidente, y luego, hastiado de su propia monserga, nos propuso ir a tomar unos daiquiris. Nos acompañaba una pareja de daneses más interesada en los efectos del ron que en los logros del compañero Fidel, y un joven norteamericano que desapareció de repente y no volvió a “farsi vivo” en toda la estancia, y al que nuestro ambiguo cicerone acabó denunciando a la policía. Todavía me pregunto si no he participado de extra en una película de espionaje.
Viví en Cuba uno de los momentos más mágicos de mi vida. Sentada en el “lounge” de un hotel, bajo una cúpula de cristal por la que se filtraba una luz inenarrable, con varios mojitos entre pecho y espalda, treinta años recién estrenados, un penetrante olor a tabaco y un infinito abandono a los sentidos, oí de repente, a mis espaldas, los acordes de una guitarra y una voz entre dulce y desgarrada que entonaba mi bolero favorito. A “Esteban” (abreviatura de “este bandido”, que es como llaman a Castro en la isla sus aterrorizados detractores), sólo lo vi en pintura. En la publicidad de su propia barba. Demasiado augusta para un país tan oprimido, y demasiado rala para un país tan entero. Los más sospechamos – si a estas alturas no tenemos la certeza – que al incombustible Comandante se le han cerrado los párpados. En buena hora. Y que empieza otro tiempo para el pueblo cubano, quién sabe si de sangre o de rescate. Ojalá que de justicia y esperanza. Yo, como buena española transitoria, sé bien que sólo existe una receta: fabríquese con gracia un cubalibre, y añádanse unas gotas de “requiescat in pacem”.