La tramontana

La tramontana

La tramontana, ese viento seco que baja del Norte y amarra los buques, congela los ánimos, limpia el cielo de nubes y hasta sabe arrancarle a algún órgano el milagro de la música; ese viento que arrastra las flores como la sombra de un águila majestuosa que tardara mucho y nada en pasar; que siembra el caos y restablece el orden; que a los frágiles – dicen – los vuelve locos, y a los cuerdos, sublimes; ese viento de ala tortuosa y cadencia épica se nos ha caído encima con toda su cuerda. Alguien lo ha echado a volar, como una campana o un estatuto.

Y digo yo que si lo han echado a volar quienes pueden será porque no acaban de cogerle el compás a esta España sinfónica en la que todos sabríamos, si nos lo propusiéramos, entendernos y prosperar. Pero sin chantajes. Porque llevar los renacimientos a su apogeo, traer a su esplendor una lengua y su acento, redescubrirse, perfilarse hacia los futuros y los sueños, autodignificarse y recobrar lo propio está muy bien, pero no a base de inventar fronteras, olvidar el pasado e ignorar, en uno mismo, lo hermano y lo ajeno. Lo que vino de fuera y también nos hizo, y ya forma parte de nosotros de manera a menudo gozosa, y casi siempre irremediable. Yo tengo un cuarto de sangre catalana y no me importaría resucitarla, si se terciara, en un festín de diseños y vocales. Como los otros tres cuartos son charnegos, a Cataluña le pasa lo mismo: que también, le guste o no, tiene al menos un cuarto de la mía.

Quizás, como decía Machado, vengan estos polvos de aquellos lodos. De cuando el mundo giraba al revés y ocurría lo que le pasó a un buen amigo catalán, de joven, en el Zeleste de Barcelona. Se apostó la “madera” en la puerta del establecimiento para irle pidiendo, a todos los que salían, la documentación. Cuando le tocó el turno a mi amigo, él, estudiante de clásicas y fino de espíritu, exclamó entre irónico y sentencioso aquello del “O tempora! O mores!”. Pero al policía que lo escuchó, que seguramente era foráneo y creyó que le hablaban en catalán, sólo se le ocurrió decir: “¿Conque sí, eh? Pues pá dentro”. Donde debemos entender por “pá dentro” algo así como “queda usted detenido”. Se ve que no estaban los tiempos para citar a Cicerón.

Ahora, bendito sea el progreso, a nadie lo detienen en Cataluña por socorrerse de los clásicos latinos, ni por hablar esa bellísima lengua romance que es el catalán, ni por decir que se está en contra de tal o cual decisión del Gobierno central, ni por ejercer el derecho que todo hombre tiene a ser lo que es y a participar en su destino. Pero no hay, para un pueblo, mayor fracaso que el de alzarse contra sí mismo y, si no me equivoco, son muchos los catalanes que no se avergüenzan, y hasta gustan, de llamarse españoles, y no pocos los españoles que algo han tenido que ver con el despegue económico, y con la vitalidad, y con la incesante cultura alternativa de ese jardín mediterráneo. A veces procede recordarles a nuestros dignatarios que las gentes solemos ser más compatibles que sus respectivos intereses, y a los ricos enfermos de desmemoria, quién, en épocas menos singulares, les llenó el granero.

Siquiera porque estamos hechos de la misma espuma, porque nos han encendido en los mismos fuegos y batido en el mismo yunque, porque nos han traspasado las mismas conquistas y de todas ellas, según parece, hemos salido mixtos y airosos, somos cabalmente una nación. De grupos y personas. Donde caben todas las cosas que nos han nacido y de las que hemos nacido. Donde cabemos todos los que no queremos más, pero tampoco menos, de lo que fuimos. Donde con un poco de magia blanca y buena voluntad todo es posible, como en la ciudad de los prodigios. Una nación donde habrá que dejar que arrecie, y esperar a que amaine, la tramontana.


Laura Campmany