Ya han llegado a Bruselas los tulipanes. Mi madre, que de vez en cuando se sube a estos países bajos a inyectarle un poco de cordura a las furias atlánticas y a ejercer a mi vera su indesmayable oficio de ángel flamígero y custodio, me ha llenado la casa de flores. Tras un febril acopio de jarrones, hemos puesto unas rosas de crema – tan pálidas, casi, como las camelias – junto al retrato de “un uomo in frac” que las amaba, un expansivo tiesto de azaleas en el comedor, para aliviarle el luto a nuestro riguroso apetito, un rubor de peonías en el alféizar de la ventana, por si un sol forajido y medio alegre se animara a raptarlas, y tulipanes, una mínima paz de tulipanes, en el salón color tabaco donde siempre despedimos, abrumados por las noticias del satélite, lo que queda del día.
Ahora que media Europa se inunda sin preaviso en la estación templada, que arde Francia por las cuatro esquinas de un contrato asocial, que Italia se dispone en las urnas a cerrar la temporada de opereta y a abrir sus libros por la página uno, que es donde empiezan los profesores, “quei prodi”, a escribir la historia a su manera; ahora que en nuestros huertos germinan las naciones como tallos que acabaran de conocerse y reclamaran la intimidad de un esqueje; y hasta el Guerra, no sé por qué tan a toro pasado, ha saltado a la arena para decir lo que todos llevamos en la boca; ahora que ni los jueces más audaces se toman a sí mismos la palabra, ni el vino sabe a vino en los cálices mixtos de una juventud que se ahoga, ni ancha es Castilla, ni los Bonos son buenos, ni la Mar es bella, el único recurso de los patios cansados en blindarse de flores.
Fieles a su reloj hasta el misterio, livianas como una pluma sin fiebre, intensas como una nota de jazz, azules o rosas como un Picasso, desordenadas como un Miró, abiertas como un Degas, perfectas mientras duran, gozosamente apátridas, tan insolentemente previsibles, por fin están ellas, las flores, donde todo era bruma y desgana. Y ya van los amantes, por las calles, cargados de pensamientos. Buscan los niños, en estos jardines del Norte todavía encharcados y a punto de rebrotar, la abstracción muy concreta de los huevos de Pascua. Crujen los celofanes y se les rompen las orejas a los conejitos de chocolate. Anochece muy tarde y, como por milagro de la última brisa marina, a la ciudad se le encienden las mejillas cuando se mete en la cama – a saber qué caricias espera de la noche -, y hay un escándalo de pajarillos en los corros del alba, y ya queda menos para que nos invadan las gaviotas, que aquí marcan el calendario con un ritmo de oscuras golondrinas, y ya no veo la hora de que se desperecen los helechos, y revienten las fresas, y de contarle a mi cuaderno de bitácora que de algunos sepelios extrae la vida su más dulce promesa.
Por cada año que transcurre, por cada proyecto que clausuro, por cada edad que culmino, por cada invierno que me dejo en la larga historia del frío, por cada carta de amor que rubrico y embuzono, por cada trozo de mi corazón que embalsamo, también por cada puerta que abro, por cada cita que me impongo, por cada nueva sal que espolvoreo, hay una floración de savia nueva, sucesiva y eterna, que siempre acaba cuadrando los balances. Tiene este viaje la dureza del minuto y la blandura del tiempo. Los hombres pasamos, con nuestro desfile de impaciencias e importancias. Pero siempre habrá un muro blanco para otra hiedra. Pero siempre habrá una primavera para otros labios, para otros vuelcos, para otros tiernos deseos. O para otra pasión de gavilanes. Y es justo que así sea. Que aunque a mí ya me falte quien los vea, regresen, en abril, los tulipanes.