Me he venido a Florencia a lavar mis penas en el Arno. A preguntarle a esta ciudad de piedra acariciada, desmenuzada por el tiempo, quiénes eran los hombres que antaño la habitaron. Y quiénes somos nosotros, los que ya en esta página escribimos, con letra aún vacilante, el perfil de sus calles fruncidas, de sus colinas suaves como un pecho incipiente, del esbozo rotundo de sus plazas. Me alojo en el Hotel de la Pace, cerca de la Piazza della Libertà, y me digo que ambas cosas, la libertad y la paz, por no sé qué misterio de la fruta – “i ciclamini sono come le ciliegie…” – van tan unidas como la sed y el agua.
Bajo hasta el Duomo por la via Cavour, luego Martelli. Cavour fue uno de esos hombres que se inventaron Italia. Llego con la boca entreabierta, adiestrada desde el recuerdo para recibir el majestuoso bocado, a esa escalinata de todo punto imposible donde los mármoles de la catedral y del campanile se tiñen de verde hoja y de rosa pálido en lo más alto del día. Y luego, con las primeras sangres del ocaso, de un azul muy profundo, de un azul lapislázuli, de un azul mineral de cielo roto. Y levanto los ojos a esa cúpula grávida que devuelve los senos al hueco de las manos, y me digo, acoplada a tan sólido dibujo, que también yo resueno, prorrumpo aquí y ahora, en este referéndum de campanas.
En la via dei Calzaiuoli me he comprado un gelato. Los hay de stracciatella y de pomelo, de fresa y mandarina. También de chocolate blanco o negro, de limón y pistacho, de mango y de papaya. Se exhiben, desde las elegantes vitrinas, con sus muchos matices y sabores, en rebosantes montículos cremosos. Busco en ellos algún placer prohibido. Disfruto de mi elección como un pecado. Desemboco sin prisa, a paso casi inerte, en la Piazza della Signoria, y me quedo sorda, me quedo ciega, me quedo muda. Lo que me turba no es el ocre fulgor de los ladrillos, ni el respingo de la torre almenada. Me digo que es la nieve, el carmín de los escudos. O la Loggia y su capricho de réplicas. O el escote de los callejones. O una especie de súbito silencio. O la impresión, a medio camino entre la ocurrencia y la locura, de que esto es una vida y no una estancia.
Tengo delante la Galleria degli Uffizi. Me percibo a mí misma como en una sala de espera. Ya sé que de este viaje regresaré distinta. Que si cruzo esas puertas, adquiriré la levedad de las vírgenes, me dormiré en un pan de oro, anidará un bambino en mi regazo, se ahondarán las entradas de mi frente, me asomaré a un paisaje de ventanas, soñaré que he nacido de las conchas, me saldrá un sarpullido de colores, me quedaré varada en mil perfiles, y un velo como de ala de libélula me hará inaccesible para siempre. No debiera, me digo, tensar tanto la cuerda de las arpas.
Y me interno, con los primeros síntomas de un vértigo, en ese Ponte Vecchio encajonado, supérstite de todos los conflictos, y me acodo en un flanco, mirando hacia poniente. Veo, como en una fuggente perspectiva, la silueta combada de otros arcos, alguna embarcación serpenteante, las casitas colgantes que se reflejan en el río. Arde el sol en una última llamarada. No sé de quién, o de qué, me despido. Pero es cierto el adiós. Se besan a mi lado unos muchachos rubios. Me piden que les saque una instantánea. Alguien ha escrito a tiza sobre el muro que “Catalunya is not Spain”. Bueno, vale. Ocurre a veces que el desamor no importa. A cada cual su corazón de espuma. Se me encharca a mí el mío de una ansiedad muy fértil. Se me expande en racimos, se me vuelve cosecha. Y se me hace destino, sueño puro, música, caridad, filantropía, cometa, fronda, luz, golpe de viento… Y es como una nostalgia del futuro, en Florencia, esta tarde, lo que siento.