He dicho unas cuantas mentiras en mi vida, ¡qué le vamos a hacer! Y de algunas he salido bien parada. Pocas personas me aventajan en el arte de inventar excusas para, por ejemplo, ahorrarme las alquimias de una fiesta indigesta, o disfrazar mi flagrante desmemoria de comprensible circunstancia. Como nunca reconozco a nadie ni me acuerdo de los nombres, he tenido que perfeccionar hasta lo sublime mi habilidad innata para sacarme historias inverosímiles – y, por lo mismo, extremadamente convincentes – de la chistera. Si alguna vez me veo a la luna de Valencia, desterrada de las ubres de Europa, siempre puedo abrir tienda y vender a un euro todas las conmovedoras patrañas que fabrico.
Y no me refiero, por disculpables, a los infantiles dolores de estómago que con sospechosa frecuencia se me declaraban los domingos por la tarde, volviendo con mis padres del hipódromo, tan eficaces para salvarme, los lunes, del aborrecido colegio. Ni a las trolas que era capaz de orquestar para excusar ante los profesores una lección no aprendida o una ausencia torera. Para burlar los reproches que no conducen a ninguna parte, siempre he sido muy hábil. Y para que no tuvieran objeto, me parece que también. Pero ya digo que esas pequeñas artimañas que me abrieron los ojos a pizarras más vivas y a náuseas más hondas me las tengo bastante perdonadas.
De otras mentiras más frescas sí que me arrepiento, aunque alguna tuvo su gracia. Como aquélla que se me escapó una vez, no hace tanto, y me metió en un absurdo atolladero. Yo estaba con el Vitorio, mi marido (que en realidad se llama Víctor, pero a mí me gusta llamarle Vitorio porque imita muy bien a Don Corleone), en Cartagena de Indias, y una noche nos fuimos a cenar a un restaurante español, hastiados, sospecho, de tanto arroz con frijoles. Teníamos en la mesa de al lado a Gabriel García Márquez y su mujer, que la compartían con Jacques Lang, ex ministro francés de cultura, y su esposa. Como me excitó la coincidencia y me apasiona la literatura, y no desdeño conocer a quienes la bajan del cielo, me acerqué a los ilustres comensales y le pedí al que de verdad me interesaba que me firmara un autógrafo en donde se pudiera: un papel, una servilleta, cualquier cosa.
Estuvo amable aquel Nóbel. Me explicó que nunca firmaba autógrafos si no era en sus libros, porque ya le había ocurrido que algún sobrado le utilizara la firma para confeccionarse un falso pagaré. Quiso saber dónde me alojaba – casualmente, pensaban ir al bar de nuestro hotel a cerrar la noche con una copa -, y me preguntó si tenía en la habitación algún libro suyo. No sé por qué me dio vergüenza decirle que no, y no me dio vergüenza hacer lo que hice, que fue decirle que sí, aunque fuera mentira. Cuando añadió que en tal caso, si no tardábamos demasiado en cenar, podríamos irnos juntos, tomarnos un cóctel y dejar resuelto lo del autógrafo, decidí que hay momentos especialmente apropiados para morirse.
Porque no había tal libro y ya era tarde para rectificar. De forma que el Vitorio y yo nos conjuramos en degustar nuestro pollo al ajillo como si nos estuvieran retransmitiendo por el canal Natura, mientras rezábamos angustiosamente por que los Márquez y los Lang se aburrieran de esperarnos, y por que su aburrimiento pudiera más que su gentileza, y por que se largaran de una maldita vez sin nosotros. Cuando lo hicieron, el escritor se acercó a mí y me dijo que sentían tener que marcharse, pero que si seguía estando interesada en tener un libro suyo dedicado, se lo llevara al día siguiente, temprano, a su casa. Ni que decir tiene que les madrugué a las librerías y conseguí mi tesoro: un ejemplar donde aquel hombre me hizo un precioso dibujo y antepuso a su firma unas bellas palabras. Si no le hubiera mentido, quizás también habría podido compartir con él, frente a la espuma del mar Caribe, el sabor agridulce de las margaritas.