La primera vez que volé a esta isla perezosa y ardiente estuve a punto de tomar tierra en el mar, que no es manera de hacerlo. Cuando ya se divisaba el aeropuerto desde las ventanillas del chárter, el comandante comunicó a los pasajeros que la señal luminosa del tren de aterrizaje no se encendía. Nada grave, añadió, pero nos esperaba la siguiente secuencia de a bordo: pasaríamos en vuelo rasante por delante de la torre de control. Si desde allí se percibían las ruedas del aparato, aterrizaríamos con normalidad en la pista. En caso contrario, más valía que nos fuéramos preparando para un amerizaje de emergencia. Empezamos todos a buscar el chaleco salvavidas, ése que encontrarán ustedes debajo de su asiento. Y a gastar bromas intensas, supongo que por si eran las últimas.
Resultó que el tren de aterrizaje – ahora puedo decirlo con certeza – estaba en su sitio a pesar de los indicadores, de forma que nos ahorramos salir en el telediario y nos posamos en la isla sin más novedad que el susto y una mueca muy tonta que a mí me ha convertido para siempre en una especie de Gioconda aeronáutica. Porque no deja de ser un milagro que el azar te roce con su ala negra, y no te arrastre. Y aquí estoy una vez más, disfrutando de la verdad y la vida. Planificando porvenires y, por si acaso alguna vez no aterrizo donde debiera, jugando con las olas y abrevando mis ojos en ese enredo de palmeras, ese rizo de corales, esa brisa irisada y temblorosa que es Ibiza.
Desde donde miro, se recorta a la izquierda, en lo alto, la silueta escarpada de Dalt Vila, señora y deuda de la ciudad baja, que unas veces parece haberse olvidado de sacudirse el polvo y otras veces se pone divina de telas abstractas, y se rompe en el puerto. A la derecha se enarca, rosa y blanca, la bahía, con su paseo marítimo, su plazoleta, su modesto trasiego de bicis y patines, su diminuto rompeolas, su capricho de terrazas y sus restaurantes a pie de playa donde a veces hago escala para cenar bajo las parras y a la luz de las estrellas, como un príncipe. Y frente a mí, un horizonte de peñascos y veleros, y mil tonos azules, mil chispas de oro, mil escamas de plata, y el lomo confuso o nítido de Formentera, según impere el sol o amenace tormenta. Todo muy ad líbitum.
Por la isla, me dicen, anda medio mundo. Y el otro medio navega para alcanzarla. Por aquí, me cuentan, se han dejado caer como Perseidas las duquesas y sus besos furtivos, las cantantes de rubia melena y los bufones de la madrugada, los engreídos oficiantes del esplendor en la hierba con su nube de musas, y los cazadores de viento, y ya digo, todo el que se precie de ir a motor o a vela, y las sirenas más o menos varadas, y los ritmos de la noche, y muchos extranjeros de mirada lasciva y menguada cartera, y mucha mariposa caliente, y todas las sustancias que la carne necesita para inflamarse y no saberse.
Y mientras le muerdo al verano sus últimas cerezas, me digo que a mí qué más me dan todos esos gavilanes hambrientos mientras haya ciudades antiguas o pueblos claros que recorrer y respirar. Mientras haya gente buena que te saca un plato de garbanzos recién hechos, con su pan y su vino, su postre y su paciencia, por tan sólo ocho cuartos de luna. Mientras haya un jardín frente al mar que esconda un agua tibia donde puedan navegar al unísono tus afanes y el silencio. Y me digo también que tengo suerte porque sólo me importa mi destino, y sólo envidio la gracia de la espuma, y sólo me alimento de mi industria, y sólo digo lo que pienso, y sólo prometo lo que cumplo. Porque mi tiempo es mío, siquiera hasta que amanezca septiembre y no tenga más remedio que hacer las maletas para volverme a mi buhardilla, donde soy simplemente lo que hago. Y donde Ibiza es de nuevo un fulgor prometido, y mi frente, un cielo sin trampas.