Si ese individuo, Txapote, no perteneciese a la banda terrorista ETA; si no fuera un asesino de “responsabilidad limitada”, no diré que con licencia para matar, pero sí con respaldo suficiente como para creerse con derecho a no dar cuenta de sus crímenes ni ante la sociedad ni ante la Ley; si fuera un energúmeno cualquiera, es decir, uno de esos renglones de Dios que un mal día se tuercen por arrebato, rencor, codicia, oficio o despecho, no creo que se hubiera tomado la libertad, en el momento mismo en que toda ella dependía del juicio de un magistrado, de llamarle payaso. Tampoco me lo imagino, sin la soberbia que da la impunidad, liándose a coces contra una mampara.
Aparte del rostro del individuo, con esa mueca aterradora que trasmite la mezcla más perfecta que yo haya visto en mi vida de odio, desprecio y locura, lo chocante de esta historia es la mampara. No he estudiado Derecho procesal, e ignoro por tanto qué razones pueden llevar a un juez a tomar la decisión de aislar a un encausado. No sé si lo hará para protegerle de alguna posible agresión o para impedirle la fuga. No sé, en este cuento de urnas, cuál es la rosa vulnerable: si la seguridad del presunto culpable o la integridad de los testigos. Si la estabilidad del supuesto agresor o la serenidad de la víctima cierta. O la propia Justicia. Tan frágil, se diría, que precisa blindarse de mamparas.
Admiro al hombre que ha tenido que juzgar a este individuo y soportar sus desplantes, desacatos e insultos. No hay sueldo que pague tanta exposición a la ira o la creciente impotencia con que las judicaturas de los Estados democráticos se enfrentan a cierta clase de delincuentes. Admiro, ya digo, su valor, pero intuyo que tiene un fondo inútil. Porque la sensación que a uno se le queda en las tripas después de ver las imágenes y leer las declaraciones del insurrecto es la de una inmensa, descorazonadora derrota. Un sujeto claramente destinado a pasarse muchos años en prisión, un tipo verdaderamente atrapado no tiene ni la desfachatez, ni el gesto de satisfacción, ni la pupila desafiante de ese individuo. Que, por cierto, no llegó a romper la mampara.
Quizás ese individuo ya sepa que de un modo u otro le será perdonada su deuda. Quizás ya supiera, cuando disparó contra una nuca o una espalda inocentes, que nunca le quemaría la garganta el amargo trago de sangre que él daba a beber a otros. Supondría, me imagino, que en el peor de los casos, si le detenían, tendría que acostumbrarse a la estrechez, o menos, de una celda selecta. Seguro que más ancha que un “zulo”. Sin duda más confortable y luminosa. Sin relojes que contaran sus días. Sin patios comunes. Sin enemigos de quienes defenderse. Sin vejaciones de las que lamentarse. Sin miedo. Con su mampara y todo.
Si ese individuo hubiera dado cauce a su inclemencia en un duelo cuerpo a cuerpo, habría temido morir tanto como se ha atrevido a matar. Si ese individuo hubiera tenido que enfrentarse alguna vez a la persecución de un sicario, o al “sin perdón” de una viuda con el alma cortada, o a la repulsa activa de su propio horizonte; si hubiera siquiera sospechado, como muy bien sabían los corsarios, que los que enarbolan bandera negra no pueden permitirse el lujo de dejarse apresar; si hubiera tenido que convivir en la cárcel con lobos más humanos, pero igualmente fieros, quizás nos miraría – desde esa foto insolente que no consigo olvidar – con el mismo aborrecimiento, pero no con la misma sonrisa. Si hubiera podido percibir en su carne el hartazgo, y la indignación, y el profundo asco de todos los que hemos asistido a su miserable espectáculo, se habría inmolado como un demente, o habría callado como un cobarde. Y es que aquí lo que sobra es la mampara.