África

África

Viajé a Senegal en los tiempos de la Guerra del Golfo. El aeropuerto de Dakar era la Corte de los Milagros. Nunca había visto tanta miseria en carne viva. Pasamos la aduana y, en la noche profunda, los muñones oscuros se confundían con el paisaje. Sólo de vez en cuando estallaba el fulgor de una sonrisa. Un autobús nos esperaba, como una cuerda en el vacío. No sé cuántos kilómetros recorrimos, porque allí las distancias se miden en horas. Se recortaban en la perfecta llanura las siluetas retorcidas de los baobabs. Cuando llegamos a nuestro destino, una mano piadosa nos tendió un cóctel de fruta. Aspiré el dulce perfume de la selva y di un sorbo a mi jugo. Creo que en ese momento me desmayé.

Napoleón, el muchacho bajito que atendía nuestro bungalow a pie de playa, no perdía ocasión de estrechar lazos. Estaba orgulloso de su nombre y no se avergonzaba de su oficio. Nos veía salir en bicicleta y nos saludaba con una alegría desbordante, como si, escoba en mano, fuera el amo del mundo. Cuando nos cansamos de tanto pedaleo, alquilamos un todoterreno para hacer una excursión por la sabana. El guía, espoleado por nuestro asombro, nos mostró con delectación multitud de huellas extrañas, pájaros exóticos y hormigueros gigantes. Se reía por todo y no tenía, a su entender, ningún problema. Se llamaba Caramba.

En un momento de la excursión, se detuvo ante una cabaña para que pudiéramos conocer a una típica familia local: unos padres muy jóvenes, una casa de barro, una legión de “churumbeles” y unas cuantas gallinas. Los niños nos apuntaban su número de pie y sus rocambolescos domicilios en un trozo de papel para que, de regreso a la opulencia, les enviásemos un par de zapatos. Aunque fueran viejos. Aunque estuvieran rotos. Ellos iban descalzos. También nos pedían bolígrafos. Yo no llevaba ni un lápiz. No importaba, decían. Recuerdo haberles hecho una promesa. Ya en Bruselas, un experto en ayuda humanitaria me advirtió que no se me ocurriera mandar ningún paquete a la incierta dirección del papelito, porque no llegaría.

Y es que a África nunca llega nada. Ni la buena voluntad, ni el eco de las canciones corales, ni la paz, ni los derechos humanos, ni la leche en bote. Y cuando llega, lo que llega siempre acaba en la manga de algún miliciano o de algún funcionario corrupto. O se lo come la desidia, o el sol, o el Hambre con mayúscula, que es un animal de muchas piernas y una sola cabeza. Y a veces ocurre que llega, pero es peor, porque entonces los campesinos abandonan los sembrados, y el suelo se agrieta, y los pozos se ciegan, y ya nadie sabe cómo sacarle a la tierra una mazorca, y los hombres se sientan al borde de los caminos a esperar que llueva la limosna: unos granos de arroz para ellos y un festín de cartón para las vacas.

Desde la isla de Gorea salían los esclavos rumbo a América como una carga mal estibada en la bodega de un barco. Muchos, la mayoría, morían de sed, de tifus, de malaria… Emprendían ese viaje a la fuerza, poseídos y encadenados. Ahora llegan endeudados y exhaustos a Marruecos o a Mauritania y allí se suben por decisión propia en un barco más pobre, más estrecho, más sabroso para el apetito de las olas, donde saben que pasarán las de Caín y donde el mar – también lo saben – no será más clemente que los antiguos negreros. A los que consigan llegar a nuestras costas les espera una manta, un bocadillo y algo muy parecido a la esclavitud. Ganarán entre diez y quince euros diarios vendiendo falsificaciones y baratijas por las calles. Dormirán hacinados en las habitaciones que las mafias les alquilen. No tendrán ni pasado ni futuro. Dan pena, porque son valientes e ingenuos. Y dan miedo, porque son muchos. España se los trae de paseo a las esquinas de la infamia. Europa sí sabe, pero no contesta. Y Zapatero se cree Napoleón. Y sonríe, como Caramba.


Laura Campmany