Europa

Europa

A Europa, esa vieja alcahueta, le sobran latines para saber quedarse muda cuando le conviene. Y si no fuera porque las comparaciones son odiosas, diría que se merece más espumas y milagros que la Venus de Botticcelli o la Beatriz del Dante, siquiera porque a la una le saca varias conchas, y a la otra, como mínimo, unos cuantos purgatorios y no poca epopeya. A esta Europa rugosa e incombustible, de cántaros henchidos y urnas miserables, tanto si le dicen que sí como si le dicen que no, ya no se le sonrojan las mejillas. Bendita sea.

Llegué a Bruselas – “the heart of Europe”, como rezan los carteles que te reciben en el aeropuerto – en 1987, hace 18 años. Yo tenía 25, un trabajo de escalafón y manguito que, a pesar de todo, se prometía políglota y diverso, y mucho tiempo por delante para ensamblar y amar a esta ciudad de burbujas comunicantes donde conviven lo fastuoso y lo siniestro, la ópera y las marionetas, las “frites” y unos fuagrases exquisitos. Por muchas calles, todavía hay que apartarse para dejar que pase el tranvía con su tinglado de cables y su bocina de cencerros. En otras, los cristales compiten en apresar la luz con su elegante bostezo de ventanas. Al fondo, muy al fondo de los vacilantes adoquines, la silueta imperiosa y un poco extraterrestre del Atomium. Mi madre, incomprensiblemente, adora Bruselas: sus kioscos, sus parques, sus mercadillos cosmopolitas y arrabaleros… A mi padre le gustaba visitarme para meter a la Grand Place en un artículo y comerse un faisán en “Comme chez soi”.

Cuando llegué, España acababa de ser admitida en el club de los con techo y no fuimos ciento, sino miles, los españolitos que desembarcamos en esta tierra de nadie y de todos que nos calentaba el bolsillo (con buenos francos, que no con pesetas) y nos helaba el corazón. ¡Ríete tú de los Tercios de Flandes! Se nos veía deambular como almas en pena por el barrio comunitario, entre la Rue de la Loi y el Square Ambiorix (que sonaba a cómic de Goscini y Uderzo), en busca de algún bar lo suficientemente ruidoso y canalla. O por el “Midi”, junto a la estación, donde en los años sesenta se instalaron los primeros inmigrantes hispanos – asturianos y gallegos en su mayoría -, en busca de un camino de hierro tan sediento de sur como nosotros y una humilde y proustiana escudilla de lentejas.

En contra de los más escépticos pronósticos, la vieja Europa era un caballo en marcha. Un caballo percherón o un pura sangre, según se terciara. A veces lento, pero aburridamente seguro, y otras veces vigoroso y elástico como un atleta en cueros. Y siempre ganador frente al pasado, contra la vergüenza y el nauseabundo efluvio del pasado. La casa en que actualmente resido, la que va del suelo al cielo en un ascenso brutal e inabarcable que termina en mi adorada buhardilla transparente (donde sigo esperándote, padre, con mi arsenal de diccionarios y vehemencias), estuvo, en los años de la guerra, ocupada por los nazis. Aún se estremece la escalera por las noches, pero con un suspiro de roble banal hasta el alivio.

Yo no soy muy devota de Bruselas, pero aquí es donde algunos fabricamos, como frailes impuros, el mejunje balsámico de Europa. Donde he conocido a ingleses de la City que sueñan con irse a sestear a Extremadura, y a franceses que han perdido su peluca en Sicilia, y a griegos que cantan corridos mejicanos, y a daneses que aún añoran los mojitos de Cuba y son capaces de subirse a un avión desastroso y borracho. Tengo amigos que hablan siete lenguas, y gastan bromas que sólo funcionan en una de ellas, y mi preciosa tertulia de poetas ingrávidos, y mis mil y una noches de viajes y vivencias, y Budapest, y Praga, y Cartago, y Nueva York, y Estocolmo, y Pekín, y Dakar, y cinco Continentes de vida brava a mi espaldas. Aquí es donde he aprendido que una idea posible, feliz y necesaria tiene, en la Historia, su mejor referendo. Y que puede frenar y no pararse, e ir primero a más y luego a menos, y luego otra vez a más, muy a pesar del viento. Pero nunca morirse de inocencia, por si es pecado.


Laura Campmany