El martes pasado, ni corta ni perezosa, me fui con dos amigas al Paraninfo de la Universidad Libre de Bruselas, en una de cuyas aulas daba una conferencia mi admirado y querido Mario Vargas Llosa. Llegamos con media hora de adelanto para conseguir un buen asiento, y les aseguro que no pecamos de excesivamente precavidas. A las ocho, que es cuando comenzaba el acto, la sala, gigantesca, estaba absolutamente abarrotada. De gente joven y no tan joven. De maestros y discípulos. De profesionales de los distintos ramos. De belgas y españoles. De personas procedentes de toda Latinoamérica. De muchos hombres y un sinfín de mujeres. Cuando hizo su entrada el escritor, el estruendo de los aplausos debió de abrir un cráter en la luna.
Presentaron a don Mario y habló don Mario. En un francés tan culto como espontáneo. Sobre la literatura y la vida. Sobre la importancia de la lengua. Sobre la construcción del pensamiento en torno a la palabra. Sobre la ficción literaria como placer. Y como ejercicio absoluto. Y como escape frente a un mundo imperfecto. Como crítica y protesta. Como instrumento del hombre para reinventar la realidad, y darle otra medida, y enjuiciarla y no absolverla. Como un delicioso peligro. Como la más necesaria revolución. Como ese espejo en el que un ser humano se mira en los otros a través de los tiempos, las razas, los países, las castas y las religiones, para decir simplemente: ése también soy yo.
Conocí a Vargas Llosa hace algo más de un año en una cena que mis padres organizaron en casa para que nosotros, los hijos, tuviéramos el honor de tratarle personalmente. A él y a Patricia, su encantadora esposa. Tuvieron ellos la bondad de acudir a tan explícita encerrona, en la que cada cual puso su arte. El mío consistió sobre todo en fingir que es posible conversar con un mito y no atragantarte con el “risotto”. Tan cálidos y humanos se mostraron, hubo tal juventud sobre la mesa, que desde ese día hasta me atrevo, de boca para fuera, a quitarle el “don” a don Mario, aunque por dentro ni puedo ni quiero escatimárselo. Soy de las que creen, como Machado, que “nadie es más que nadie”, pero con ciertas personas muy altas se me derrumba el aforismo.
Como a Vargas Llosa lo conoce todo el mundo, explicaré ahora que en esta historia las visitadoras fuimos mis dos amigas y “moi même”. Les juro que mucho más decentes, pero no menos entusiastas, que las de Pantaleón. En esta académica visita a nuestro ídolo, tenía yo que servirles de palanca y hacerles el pequeño favor de presentárselo. Y sí que lo hice, pero con la torpeza que me caracteriza en tales trances, a saber, con arrebato y estorbándoles el identificarse o dirigirle, siquiera, una pregunta o un elogio. De forma que a distancia, y como si él me estuviera oyendo, me van ustedes a permitir que repita la escena. Pero esta vez como Dios manda: Mario, te presento a Mónica García Soriano, traductora, jurista y apasionada conocedora de tu obra y de tu vida, por las que se mueve como un pez en el agua. Mario, te presento a Carmen de Labra, traductora, historiadora y persistente devoradora de la verdad de tus mentiras.
De este peruano que ha recorrido el mundo anotando en su cuaderno hasta la última vibración de los más recónditos diapasones del alma humana, ambas opinan, como yo, que tiene la sencillez y la grandeza del genio. Que con su talento podría llenarse una catedral. Que su prosa es una guerra donde no acaba, sino empieza el mundo. Que cada esquina de sus páginas es un paraíso. Que su literatura es una fiesta, y la del chivo te deja sin aliento. Y que ya va siendo hora de que el perfume de Miraflores estremezca los Fiordos, y de que a este divino “escribidor”, aunque vista traje y corbata, le den, de una buena vez y antes de que se le quede definitivamente pequeño, ese Nobel que nunca le hizo falta.