Guerra y paz

Guerra y paz

Esta tarde, si los niveles de indignación de buena parte de la ciudadanía están tan altos como imagino, se contarán por miles los madrileños de origen, adopción o destierro que saldrán a la calle a decirle al Gobierno que hasta aquí hemos llegado. Que ha costado siglos de Historia, partidas, leyes, fueros, compromisos, constituciones y códigos conseguir en España una legalidad democrática con vocación de convivencia, justicia y futuro: siempre en el punto de mira de quienes desean ahorrarnos el “suplicio” de ser libres y varios, pero nunca borrosa, nunca vencida, nunca entregada. Para eso se jugaron la vida o el sosiego los que no llevaban otra cosa en el bolsillo que las llaves de su dignidad. Para que un día se murieran de vergüenza las armas.

Pero ya ven. Ni una pena, ni una lágrima, ni una amapola en la mejilla. Ahí siguen ellas a buen recaudo y en las manos de siempre, esperando con insolencia a ver qué hacemos. Y, mientras tanto, fijando el calendario de las citas, planeando sobre las contribuciones “voluntarias”, imponiendo condiciones perentorias, sentando jurisprudencia, impartiendo doctrina. Y celebrando con un brindis de pólvora fina que al bello sueño totalitario, con su hermosa retórica de raza redimida, de Arcadia resurrecta, de escrutinio de voces, de censo de apellidos, quizás le haya llegado el momento de la carne, de la pasión consumada. La hora en que los pueblos saludan con himnos de alborozo el primer bostezo de su peor pesadilla. Si se culmina el proceso, acaso irreversible, que nuestro Presidente alienta desde el éxtasis de sus designios, los vascos que no se vean abocados al exilio se despertarán, un día quizás no muy lejano, más esclavos que nunca. Mal destino, el que nace del corazón de las tinieblas.

Todos deseamos que la vida en Euskadi se normalice. Que las amenazas que penden sobre algunas, muchas personas de bien se disuelvan como un azucarillo en un nuevo clima de concordia. Que las voluntades nacionalistas encuentren un cauce a ras del suelo para sumarse al discurrir de las ideas de una forma pacífica y serena. Y claro que puede hablarse con ETA. Para exigirle, por ejemplo, que se desmantele y dé por concluida su estéril y fúnebre campaña. Para instarla a que renuncie a esa lucha en la que basa toda su fuerza y en la que pierde toda la razón. Para que explique cómo y cuándo, después de tantos años de usarlas sin derecho, pondrá sus armas a los pies de un pueblo enorme que siempre salió ileso de sus cobardes emboscadas. Sólo entonces podrá la sociedad decidir si es o no generosa, y si perdona, sin merma de la irrenunciable justicia, a quienes pidan perdón. Pero ya ven ustedes que no van por ahí los tiros.

Este señor, Zapatero, nos está metiendo por jardines tan espinosos que a ver quién es el guapo que sale de ellos con las prendas intactas. Por el camino de los dictados que llevamos, para cuando las leyes quieran volver a su sitio, los vascos a su libertad, Navarra a sus fronteras y la cordura a su trono, será demasiado tarde. Para cuando nos repongamos de este pedrisco de intereses, de esta epidemia de cangrejos, de esta infección de pactos, el sol que nos hermana se habrá ido de viaje a cumbres menos borrascosas. Se pondrán pálidos, en los cementerios, los nombres inocentes de las lápidas. ¡Tanta sangre, tanto valor, tanta renuncia, tanta paciencia, tanto miedo masticado y digerido para esta caricatura de la esperanza! Nos cuentan que en nombre de la paz. Yo no sé si ustedes se dan cuenta, pero esta vez el comando España nos ha secuestrado a todos. Seguro que pagamos el rescate. Y sí que habrá una paz. La paz de los señores de la guerra.


Laura Campmany