El fuego

El fuego

Como sigo fumando a pesar de todas las prohibiciones, me enciendo un cigarrillo y me quedo un buen rato mirando la nubecilla que asciende, desde una fisura de la ceniza compacta que corona el cilindro, hacia la transparencia del aire manso que me circunda. Luego un golpe de brisa dispersa el rizo de humo. La terraza de mi habitación da a un pequeño prado, entreverado de pinos esbeltos de copa estrecha y frondosa, por el que se pasean dos ardillas. De vez en cuando, si la calada es muy intensa, la punta del cigarrillo se pone incandescente e ilumina mi sombra del paraíso. Yo podría devastarla. Como cualquier ser humano, soy dueña del fuego.

El fuego se lo robamos los humanos a los dioses para cambiarle la hechura a la materia. Para cocer el barro y extraer de una roca la punta de una flecha. Para ahuyentar a los lobos y templar el invierno. Se lo robamos, sobre todo, para aprender a matar. Y vaya si lo hemos conseguido. En las entrañas de cada misil orientado, de cada bomba lanzada, de cada mina escondida, de cada avión disparado contra el mundo, se esconde la pequeñez de una lumbre. Ni la mayor de las devastaciones empieza por algo distinto a una brasa. Tan fácil de avivar, que acabaremos huyendo de nuestras propias manos.

Lo contrario de la guerra es la paz, pero ¿qué es lo contrario del fuego? Acaso el agua, que lo apaga, pero también la tierra limpia, que lo previene, y la vigilancia, que lo impide, y la sensatez, que lo combate, y la justicia, que castiga a quien lo promueve. A Galicia, con sus verdes valles, no se la están comiendo viva las llamas, sino los tontos, esa estirpe numerosa encabezada a lo que parece por nuestra última cosecha de políticos de invernadero, que todavía no se han enterado de que los bosques, como los estudiantes de la ESO, no hablan idiomas.

Haciendo uso de mi derecho a la supervivencia, voy a elevar una súplica a las altas esferas. Voy a hacerlo con una frase que ya tuvo su éxito. Señores, “nunca mais”. No más barcos con hemorragias de chapapote a la deriva, pero tampoco más incendios porque no haya quien los extinga. Basta ya de inmersiones lingüísticas que nos asfixian, caciques inoperantes, discriminaciones positivas, urbanizaciones en el desierto, batallitas autonómicas, sequías pertinaces, trapicheos consuetudinarios, componendas suicidas, vanguardismos de escaparate, mafias encantadas de habernos conocido, efectos llamada, chalecitos en las afueras con derecho a elegir entre susto y muerte, revisionismos histéricos, estatutos rampantes, terroristas en su salsa y otros platos combinados de muy difícil digestión.

Arde el mar, con su gelatina picante de medusas. Ondea por doquier la bandera roja. Las algas recalifican la orilla. La costa es una sopa donde nadie duerme, donde nadie respira, donde hierve la espuma. Hasta el aire de Londres, de suyo tan poco fogoso, nos lo tienen a punto de combustión los radicales islamistas. Mientras los amos del mundo se entretienen cazando espejismos, se nos queman los montes, se derriten los polos, se preparan los huracanes para su próxima regata, agonizan los sembrados, echan chispas los aeropuertos, se agrietan los cauces fluviales, la lluvia sigue en huelga, a ver quién es el guapo que inaugura un pantano, se vacía África, revienta Europa, se carbonizan los niños, se calienta el planeta, se evapora el futuro. Se nos consume el verano como si le hubiéramos prendido la mecha. De esta hoguera de las vanidades que hemos encendido, hecha a partes iguales de ignorancia, estupidez y avaricia, saldremos irremediablemente chamuscados. No va a hacer falta esperar la visita de ningún meteorito. Ya cebamos los hombres nuestra bola de fuego.


Laura Campmany