Hace tiempo que me vengo asombrando ante la profunda estupidez con que los guionistas de nuestras series adornan a sus personajes masculinos. El punto culminante de esta tendencia se alcanza en «Los Serrano», esa historia de barrio en la que ellas se dedican a la enseñanza y son cultas, elegantes y sensibles, y ellos se dedican a cortar lonchas de jamón y son ignorantes, desaliñados y torpes. A ellas les gusta la ópera y ellos sólo se emocionan con el fútbol. Ellas asisten a clases de yoga y ellos viven al borde de un ataque de nervios. Ellos las aman con una pasión irracional y casi claudicante, de puro menesterosa, y ellas los toleran a ratos, entre el desprecio y la ternura.
Me da a mí que ni las mujeres son siempre tan estupendas, ni los hombres tan zafios. Algunos hombres hay, no necesariamente afeminados o fuera de órbita, que disfrutan, como intérpretes o como oyentes, de la música clásica, que gustan de la prosa de Cervantes o leen algo más que la prensa deportiva, que saben dictar una sentencia justa o construir un puente que no se caiga, que pilotan aviones o levantan rascacielos, que sofocan incendios o curan enfermedades. Y hasta los hay, me parece, perfectamente dignos de admiración. Lo que pasa es que no salen en las series y, cuando lo hacen, se diría que están siempre de paso, como estrellas fugaces que debieran menos a su vaporosa realidad que a nuestros macizos deseos.
Los hombres de la ficción televisiva o cinematográfica nacional son siempre malos o tontos, cuando no las dos cosas a la vez, que es lo frecuente. Unos maltratan a sus parejas. Otros, los más atractivos, resultan, hacia la mitad de la película, ser unos ambiciosos sin escrúpulos. Otros se contentan con traicionarnos y, los que no merecen pudrirse en el infierno, como mucho destacan por su absoluta indefensión y su nulo criterio ante las artes o partes femeninas. Los únicos que se salvan de vez en cuando son los forajidos, los rebeldes o los que padecen algún tipo de tara, ya sea física o mental. O sea, los marginados del sistema. O sea, los que no asumen, por incapacidad o designio, el papel que la tradición les atribuye. No me digan que no es ligeramente sospechoso.
Ese hombre blanco de presunto corazón negro que estudia porque quiere y trabaja porque debe, que accede a su situación por los cauces establecidos, que un buen día decide formar una familia con una mujer a la que ama y respeta, que se atreve a traer hijos al siglo y a cuidarlos de la manera, distinta y necesaria, en que sabe hacerlo, que cumple sus obligaciones y paga religiosamente sus impuestos, que simplemente acata las reglas del juego y se instala, yo diría que heroicamente, en la difícil normalidad… Ese hombre, según soplan las modas, lo tiene crudo.
Y, sin embargo, no hay nada más eléctrico, más redondo, más fecundo, más completo y equilibrado en la naturaleza que el amor de ese hombre por una mujer, y de una mujer por ese hombre. Nada más sólido que su entrega coherente y absoluta. Nada más fulgurante que sus pasos seguros y sus alas de fuego. Cuando ese hombre se posa en tu pecho “posato”, como el amante de la canción de Leonardo, algo muy dentro te dice que eso, y no otra cosa, es el universo. Que en ese enredo se oculta la clave de todos los misterios. De la materia que nace y de los soles que estallan. De los planetas que giran y de los días que amanecen. De las ciudades que bullen y de los campos que brotan. Yo lloraría de amor al uso, si no me diera vergüenza. Y diría que un hombre dulce entre los brazos es el principio de todos los tiempos. Y multiplicaría su especie de muerte para devolverle una especie de vida. Y celebraría la infinita verdad de nuestra carne, porque somos, trenzados, el futuro del mundo.