Digo yo que los muertos, mientras los vivos juegan a la vida, tendrán sus propios mapas. No es posible que estén hechos de viento, igual que no se borra la mancha de la tinta. No puede ser que se hayan extraviado, que se hayan dispersado de una forma tan honda. Digo yo que no puede arrebatarles, la pequeña verdad de una marea, hasta el último “enser” de su equipaje, y que allá donde soplan los recuerdos, siguen ellos pensando y existiendo, y quizás, desde el pecho del pasado, nutriendo la esperanza.
Yo estaba aquella noche en un salón oscuro. Eran como las tres de mi fracaso. Formulé, susurrando, una pregunta, y aunque no me lo crean, obtuve una respuesta. Vi con mis propios ojos encenderse una lámpara. Fue tan sólo un destello del alambre, pero en aquel azar sentí a mis muertos. Puesto que entre nosotros pasa un túnel, cuando los necesito, vienen a socorrerme. Ellos, claro, no pueden desdecirse. Pero del mucho amor que intercambiamos, apenas lo destapo, sale un grito.
Hablemos de los muertos. Hablemos largamente de los muertos. Rindámosles ruidosos homenajes. Que sigan siendo todo lo que fueron: aquella eternidad, ese minuto. Los vivos son apenas lo que queda entre una tempestad y la siguiente. No creo en los fantasmas. Pero a veces, a solas, me pregunto si no estarán los muertos en un cruce de calles. O en algún asterisco, o en algún inventario. Quizás en una lámpara cualquiera. Porque a un muerto le pasa lo que al fuego: que sólo si lo apagas, es ceniza.