Los himnos

Los himnos

El miércoles pasado se celebró en Bruselas una misa en memoria de Loyola de Palacio. Bajo las vidrieras de Nuestra Señora del Sablón, que es la iglesia más bella de la ciudad, y tan gótica, al menos, como la derecha española, los nuncios y sacerdotes que oficiaron el funeral alabaron a Dios en tres idiomas. Así es esta pequeña Babel. En la plaza adyacente, en las terrazas calefactadas de los «bistrots», gentes venidas de medio mundo degustaban un capuchino. Barroso, Borrell o Zaplana descendían de sus berlinas negras. La reina Fabiola, con su fragilidad de hierro, le ponía a ese luto un suspiro de blonda.

Se nos dijo en francés que «le corps, qui est notre demeure sur la terre, doit être détruit». Tan firme, tan alegre, el cuerpo de Loyola… En la lengua de Shakespeare, Jesús prometió a Marta resucitar a Lázaro: «your brother will rise». Tan siempre levantada, como un chorro de espuma, el alma de Loyola… Y en nuestro adusto idioma, ya fueron pan y vino las palabras sagradas de la última cena. Sonó muy a Loyola, pero también a un pueblo y a una patria, el himno que llenó los corazones con el aire solemne de su amor por España.

A mí se me hizo breve, casi ingrávida, la ceremonia. Se ve que con la edad, los ritos ya no agotan. Y estoy por confesarles que al final, cuando el organista interpretó la Novena Sinfonía de Beethoven, que es la banda sonora de esta ya vieja, sabia y desdichada Europa, se me saltaron las lágrimas. Por Loyola, a la que tantos coros despedían, por mi propia verdad centrifugada – años del más azul de los destierros -, y por tanta belleza que del hombre ha nacido. Porque sentí que Dios nos ha hecho eternos escuchando aquel Himno a la Alegría.


Laura Campmany