Les confieso, por aquello de que tiendo al desahogo, que estoy más que harta de la publicidad. En Bruselas no la sufro, porque nuestra televisión internacional no paga los derechos que cuesta emitirla, pero volver a España y tener que sacártela de los ojos es todo uno. Pese a las directivas europeas, o quizás gracias a ellas, las cadenas te cortan siete veces los programas para atarte a sus cuentas, te empachan el espíritu de anhelos, te inhiben la existencia y te dejan más dócil que una malva.
Pues, no, señores, lo siento. No quiero ser una carretera (aunque me gustaría ser agua). Tampoco necesito recuperar mi perfil, porque jamás he visto que se me borrase, y sospecho que tiende a expandirse. No pienso cambiar de colonia, porque la que uso desde hace años sigue airosa y tan fresca. Y créanme que ni se me pasa por la cabeza mover mis ahorros de banco, porque para eso tendría que tenerlos. En más de dos palabras: no estoy dispuesta a hacer nada de lo que algunos amablemente me aconsejan. Si de verdad desean mi felicidad, que no me ofrezcan más mundos. Pero si lo que buscan es mi cartera, prefiero lo fulmíneo de un atraco.
Como lo decente, en Navidad, es arruinarse con alborozo, los anunciantes echan el resto. Que haya donde elegir y donde luego llorar. Se juntan las familias, se intercambian paquetes: el niño había pedido otra consola, la niña se esperaba otra muñeca, la abuela es que ni entiende su regalo, los cuñados se miran con recelo, el padre echa las cuentas y no salen, la madre, de poder, se ingresaría… Y mientras, una estrella deslumbrante va trazando en el cielo un camino de plata. Pero cómo seguirlo, cuando todo, si no cuesta unos euros, es que no vale nada.